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domingo, 9 de noviembre de 2014

María Luisa Rivara de Tuesta, recuerdos








María Luisa Rivara de Tuesta, recuerdos


Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía


Los momentos más esenciales de una persona acontecen cuando ésta se halla fuera de control emocional. Esto sucede con motivo de una gran alegría, un gran temor o una inmensa pena; o una gran cólera. Por mi vocación por la dimensión política del pensamiento los momentos de ira son los que me resultan más interesantes, sean éstos en los pueblos tanto como en los particulares. Y siendo como era la doctora María Luisa Rivara de Tuesta una persona tan emotiva, y dentro del rango de la gente emocional, que es el más ontológico, una capaz de unos arranques tremendos de indignación, quiero recordarla ahora por sus cóleras, que habiendo sido tantas y tan frecuentes, ennoblecían de manera especial los calmos espasmos en que era capaz de una dulce sonrisa. En su favor diré que no era de esa gente mediana que es tanta y tan despreciable y que sonríe siempre sin motivo, o se congela en una especie de seriedad facial inútil, ya que sin objeto. Son serios y profundos para cruzar la pista. En este sentido específico, la doctora Rivara era una portadora del Ser. Tal vez no una gran portadora alzando una luminaria salvífica, pero era un poco como el filósofo que va en medio del bosque del Ser con una pequeña lámpara en el avanzar humano hacia la nada. Ella tenía, si no en sus obras, al menos en su espíritu, una lamparilla. La multitud de los colegas al uso caminan en esa oscuridad infinita del Ser sólo cuando pueden hallar en el bosque al menos  la lámpara de alguien como ella. Antes que filósofa, hay que recordar a la doctora como educadora. Su proximidad o mejor, debo decir, su amistad, indicaba siempre algo.


Conocí a la doctora María Luisa Rivara de Tuesta a inicios de la década de 1990. Yo me iniciaba como profesor universitario en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima, a donde, por iniciativa de los propios alumnos, acogidos entonces por el Director de Estudios, un cura que, más que tomista, parecía un modernista liberal que no usaba hábito ni jamás hablaba de Dios, se invitó a la doctora a dictar clases de filosofía en el Perú. Mi primer recuerdo es doble; se hizo rápidamente célebre por haber amonestado a gritos a un alumno que defendía su tesis de grado sobre tema peruano por haber llamado a un texto del siglo XIX, que creo pertenecía a ese holgado del infierno que fuera en vida el ateísta Francisco de Paula González Vigil (que en paz descanse en la noche eterna, si puede). Gritó a garganta barítono al pobre del tesista, aterido de espanto, por haber denominado a un panfleto de este hombre (o de otro de su estirpe) “panfleto”. Ella exigió que al panfleto se lo llamara “obra” o “libro”, al extremo de que en la sesión de defensa de la tesis de alguien que es hoy un exitoso diplomático debió disculparse para continuar, y debió llamar al panfleto como lo que no era: un libro. El escándalo por el griterío le valió al pobre alumno la peor nota posible para aprobar. Mi segundo recuerdo es a mí mismo presentándome ante ella, con la cabeza inclinada: “Víctor Samuel Rivera, doctora; es un honor conocerla”. La doctora sonrió dulcemente y me contestó “¡se ve usted tan joven!” (bueno, era joven realmente; gracias a Dios algún día lo fui). Una gran cólera en el medio de una sonrisa. Eso es para mí la doctora.

Desde ese día la doctora me tomó mucho cariño, aunque la historia completa no termina de manera tan feliz.


Izquierdista consumada y anticlerical de palabra (pues iba a misa todos los domingos y se persignaba delante de cada iglesia que le salía en el camino), la doctora, que había obtenido su posgrado en educación con mención en filosofía en 1966, y era discípula apreciada de Augusto Salazar Bondy, que entonces tenía una gran influencia tanto académica como institucional en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Eso quiere decir que su tema era el estudio de las ideas filosóficas en el Perú, bajo las tesis básicas de Salazar sobre el tema, lo que incluía la creencia, que sin más es falsa e infundada, de que no había habido ni había en el presente auténtica filosofía peruana; es decir, que no había o había habido filósofos peruanos en el sentido de que sí los había habido alemanes o franceses. 

Ya que escribo este texto como un homenaje a la doctora, que pienso que se lo merece, no creo que sea el momento de seguir juzgando las ideas de Salazar, que considero sujetas a un profundo complejo de inferioridad cultural que me parece completamente inadmisible; tampoco voy a referirme a la influencia de Salazar en San Marcos desde el punto de vista institucional, aunque debo decir que transformó de manera decisiva el perfil de la Escuela de Filosofía hasta el día de hoy, y dejo la evaluación de esa influencia a los sanmarquinos. El hecho es que la doctora se interesó en temas peruanos que colindaban con la historia política, a diferencia de Salazar, que había enfatizado en su trabajo académico lo que los alemanas llamarían el “espíritu” del pensamiento peruano. Alumna del San Marcos de la década de 1960, la doctora se graduó con una tesis sobre el Padre José de Acosta: José de Acosta, un humanista reformista, Lima, Universo, 1970, 147 pp. Es una obra magnífica en su género y considero que es el mejor aporte académico para la historia del pensamiento peruano que la doctora haya jamás escrito. Nada impreso por ella después iguala en mérito a esta obrita, que es tan difícil de conseguir, por cierto.

En la Facultad de Teología la doctora y yo entablamos una linda relación, en la que me consideraba yo más digno de aprender que un colega. Para entonces la doctora llevaba años ya como Presidenta de la Sociedad Peruana de Filosofía, cargo que dejó en 1996 a Francisco Miroquesada Cantuarias para retomarlodespués virtualmente por tiempo indefinido. A ella y a su dinero (que no le sobraba, precisamente) se debe la publicación de los tomos VI, VII y VIII de los Archivos de la Sociedad Peruana de Filosofía, en donde se consignaban las conferencias de los socios. No hay cabeza filosófica relevante del Perú del largo arco de influencia de la doctora en la institución que no haya participado allí. Debo mencionar a Jorge Secada, Miguel Polo y Miguel Giusti, entre los más significativos de los aportes de esos volúmenes, valiosísimo y raro testimonio de que en Perú sí que se hace filosofía de verdad. Un librero viejo debía colocar esos rarísimos ejemplares, de los que se tiraba un número muy reducido y salían en venta extremadamente pocos (la mayoría se quedaron en la biblioteca-escritorio de la casa de la doctora, de donde debían rescatarse, si aún existen) en unos 100 dólares americanos cada uno, al cambio actual. En ausencia de la tenaz actividad de la doctora esos volúmenes jamás se hubieran publicado y la posteridad debe agradecerle que la Sociedad, fundada con entusiasmo por Víctor Andrés Belaunde, el Marqués de Montealegre de Aulestia (José de la Riva-Agüero) y Francisco Miroquesada Cantuarias, entre otros, en 1944, no hubiera muerto alrededor de 1990 por inacción.

El mayor aporte de la doctora María Luisa Rivara de Tuesta para la historia de la filosofía peruana en el siglo XX ha sido mantener y conservar con vida a la Sociedad Peruana de Filosofía durante varias décadas; no hubo en ello nunca afán personal, interés de poder ni de lucro, ni otro apoyo financiero que no fuera el de su propio bolsillo. Debo acotar que toda la papelería de la Sociedad y sus expedientes desde su fundación estaban en su biblioteca y, si aún es posible, sería oportuno que la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la Biblioteca Nacional o el Ministerio de Cultura negociaran esos documentos con la familia de la difunta para su adecuada conservación. Ojalá alguna autoridad competente o una fundación peruanista generosa coloque esos papeles en un repositorio, antes de que desaparezca para siempre una parte esencial de la memoria de nuestro pensamiento filosófico.

Pero no deseo ser tan solemne en mis recuerdos de una mujer cuya cólera la condujo, antes que a la violencia gratuita o a las mezquindades que son tan frecuentes en el medio filosófico peruano, donde el poder se usa para joder al colega, a la más intensa generosidad. Yo ingresé a la Sociedad en 1992. Se lo solicité a ella misma, dado que nos frecuentábamos en el mismo empleo. Pero astutamente, también lo hice con el doctor Miroquesada. Delante de ambos se me expidió fecha para el examen, una disertación que debía realizarse ante el pleno de los socios que, luego de una oposición, deliberaban entre sí y aceptaban al nuevo socio o lo rechazaban. Ésa era la “buena práctica” en la Sociedad, y de ese modo es que adquirieron la membresía Jorge Secada, Miguel Polo y Miguel Giusti. De la manera legítima. Pero en 1992 yo era muy joven respecto de la media de edad de los asociados.

Presenté una solicitud formal para ingresar a la Sociedad Peruana de Filosofía, por escrito, en algún momento del primer semestre de 1992. El doctor Miroquesada tomó en cuenta mi solicitud por mis publicaciones académicas, que ya eran varias para la fecha, pero a la doctora no le hacía ninguna gracia que yo fuera seguidor del pensamiento débil y que apostara, en la línea de Gianni Vattimo y J-F Lyotard, en el fin de la modernidad. La doctora, que era todo menos una ingenua, comprendía que había un gran riesgo en una filosofía antimoderna, recusadora del rol dominante del objetivismo científico y la ideología liberal, cuyos frutos aún estaban lejos de ser lo que son ahora. “Usted es de los que se dicen post-modernos” –me dijo-. Durante la sustentación se enardeció y me espetó con esta frase: “¡Confiese usted de parte de quién está!” (el cuestionado Alberto Fujimori era presidente del Perú, aunque eso no creo que tuviera que ver nada con Vattimo y Lyotard). Insistió furiosa en lo mismo, de pie, casi con la palabra “folleto” en la banda de barítono, hasta que el doctor Miroquesada la detuvo. Sé que ella dio su voto en contra de mi admisión. Sustentó que yo era demasiado joven y que mis ideas eran peligrosas. Me lo confesó ella misma después.

Por si queda alguna duda, soy miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía desde 1992 y mi disertación fue impresa en el tomo VII de los Archivos de la Sociedad por la doctora. Fui miembro antes que ninguno de mis colegas de mi edad en el Perú y antes que ninguno de los profesores de la universidad de la que procedo, que en su mayoría despreciaban esa institución como anacrónica y sin sentido. ¡Bien que aceptarían luego varios de ellos que bien conozco ser admitidos como miembros sin dar examen! Pero eso ocurriría por razones políticas, más de diez años después y con mi voto en contra,m que la doctora no tomaría en cuenta.  Desde mi ingreso a la Sociedad, colaboré sin retribución económica ni interés personal con la doctora hasta 1996, en que dejó el cargo de Presidenta; hubo un momento en ese periodo de cuatro años en que visitaba su biblioteca una vez por semana para coordinar tareas. Iba en mi bicicleta hasta su casa en San Borja, donde era recibido siempre por una buena taza de café, préstamo de algunos libros y, sobre todo, por una sonrisa maravillosa.

La doctora y yo acabamos bien, pero tuvimos una historia larga de altercados que ahora voy a contraer en uno: mi paso por el posgrado de San Marcos.



Me resolví a estudiar en San Marcos la Maestría en Historia de la Filosofía en 2005. La pobre me sonrío el primer día, pero desde la segunda semana no podía estar más irritada por mis preferencias: odiaba a ese volterete inteligente que era González Vigil, y amaba en cambio a Bartolomé Herrera, su enemigo; estudié a Riva-Agüero para mis tesis de posgrado, un autor por quien ella sentía algo indescriptible que estaba más allá del horizonte del odio. En lo relativo a la Independencia, yo estaba del lado de José Ignacio Moreno, seguidor de Joseph de Maistre; ella de Sánchez Carrión, ese republicano que trabajó para Simón Bolívar, ese dictador delirante. Ya se puede imaginar el lector una clase ella y yo juntos, aplastada por griteríos en los que, debo confesar, todo el auditorio estaba de mi parte. Y no soy personaje de dejarse someter, así que a los gritos de la doctora daba yo más y más argumentos, que elevaban el tono de la discusión a decibeles a los que ella misma no debía estar muy acostumbrada. Para la prueba final, en la que casi se cae el viejo edificio de adobes de Miraflores donde la doctora estallaba sus gritos, más que cercana al llanto, mis compañeros de clase fueron finalmente consultados a la hora de calificarme. Yo fui obligado a salir del salón y esperar. Otra vez la sesión de 1992. No por adhesión ideológica o política, sino por el esfuerzo académico e intelectual que ponía yo en mis posturas, el auditorio me calificó con 20, previo griterío con la doctora, que escuchaba yo en el jardín. La doctora se compuso y, fiel a su palabra, me puso la nota indicada. De todo lo que estudié con ella terminé, tarde o temprano, escribiendo un artículo que goza del nivel más alto en la tabla de indexación.

La doctora, al final de curso, se acercó tiernamente a despedirse de mí. Me obsequió con la delicada sonrisa de una anciana y me deseó lo mejor. Hizo ese gesto lindo de hacerme adiós con la mano derecha antes de salir del edificio.



Le agradezco a la doctora Rivara algo en particular, que deseo mencionar antes de cerrar este texto, que ya va resultando excesivamente largo. La doctora, que anteponía siempre la política a la academia y sus creencias al conocimiento fue, moralmente hablando, una gran persona. Siempre fue compasiva con mi pobreza, por ejemplo. Le daba lástima verme llegar humildemente a su casa malamente vestido a ayudarla en mi bicicleta vieja porque no tenía yo dinero entonces para pagar el pasaje. Siempre me preguntaba al llegar si había comido ya, si me sentía bien, si no necesitaba algo pues ella, en lugar de verme atlético y fuerte, como realmente era, sus ojos llenos de limpieza se fijaban más en que estaba algo delgado para mi edad. Aunque ella misma deploró siempre mi pensamiento “post-moderno”, “defensor de los blancos”, “traidor a mi raza” (citas textuales), nunca me quitó la palabra, jamás me rechazó la mano ni dejó de ser gentil en la conversación, ni siquiera en momentos cruciales en la historia del Perú que no es oportuno tratar aquí. Nunca me cerró su casa y siempre, que yo recuerde, hubo para mí café y una frase de preocupación por mis carencias económicas. Creo que si ella hubiera gritado un poco menos en la vida y sonreído un poco más conmigo, nos hubiéramos querido muchísimo. Ambos éramos cristianos, y ambos amábamos al Perú.

sábado, 13 de septiembre de 2014

David Sobrevilla (1938-2014), recuerdos






David Sobrevilla, recuerdos
(1938-2014)


Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

Era el 02 de agosto de 1996. Iba por mi taza del cargado café que suelen tomar los profesores en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima a las 10:45 de la mañana. El Padre Armando Nieto me detuvo ante la mesa con el recorte de un artículo de periódico sobre Mario Bunge, el mismo que tengo precisamente ahora depositado en el atril que está sobre el teclado de mi escritorio. “¡Muy bien!” –me dijo el Padre-; “diste en el clavo”. Esa misma noche me llamó a la casa a eso de las 8:00 David Sobrevilla Alcázar, David simplemente, como lo llamé siempre, desde que lo conocí en 1993. Estaba en el auricular el estudioso del pensamiento filosófico peruano más notable que jamás haya habido, por su minuciosidad, por su conocimiento, vastísimo; por su crítica, mordaz y bien informada. Un pensador que amaba el Perú, lo cual demostró, no buscando prebendas del Estado, no escalando posiciones burocráticas hablando de valores o principios dudosos o impulsando su fama artificialmente, como Dios sabe hay tantos otros que en vida lo tomaban de idiota y ahora escriben necrologías en las que lo pintan de santo. David, un filósofo de verdad. En 1996 apenas era yo un joven profesor, pero ya le debía mucho como ser humano y como educador de mi espíritu. Es el único profesor que, con los valores exactamente inversos a los míos, marcó un rumbo perdurable en mi vida académica y profesional. Nunca tuvimos una conversación telefónica más grande David y yo que la de esa noche de 1996 y no recuerdo que estuviera nunca más enojado conmigo. A raíz del artículo sobre Bunge, David me quitaría el habla por varios años.

Recuerdo estupefacto aún su principal reproche, que reproduzco: “Yo, sin que hayas sido nunca mi alumno, te lo he dado todo”.  “Nada te he negado y nada te he pedido”. “Te acogí para obtener empleo, recomendé tus ensayos, te aconsejé, te di apoyo con mi biblioteca, te asocié en la organización de un Congreso Internacional pero tú, ¿cómo me pagas? ¿Así me pagas? ¿Cómo me pagas ahora, Víctor Samuel? Te vas detrás de la Católica, adulando a tus profesores que nunca te han dado nada, no te dan, ni te darán jamás nada, ni las gracias por el favor que les has hecho”. David gritaba furioso y me dijo más cosas que la prudencia me aconseja callar. Yo era muy joven y me sentí golpeado por una fuerza grande, pues mi admiración por David era inmensa. Es posiblemente una de las personas, incluso por sus virtudes morales, que más he admirado en la vida.

A pocos filósofos peruanos vivos, fueran o no mis profesores, he admirado realmente. A Miguel Giusti, que aborrece mi trabajo académico y me marginó profesionalmente desde que descubrió
 que sus ideas y las mías no eran muy parecidas, a Dios gracias. A diferencia de él, yo aprecio y valoro el talento y la originalidad de lo que hace alguien que puede pensar al revés que yo, y se lo he demostrado con sendas reseñas llenas de conocimiento de sus propias obras. A Rose-Mary Rizo-Patrón, de quien tomé no sus ideas modernistas y sus valores burgueses, sino su sentido de la disciplina y su honestidad académica. La estimé y la estimo como un ser admirable, a pesar de que creo que ha abrazado los valores equivocados que, por suerte, no fueron los que me enseñó a mí. A Francisco Miroquesada Cantuarias, de quien aprendí que el filósofo debe tener altura moral y apertura de espíritu, empatía por el diverso; que es antes un ser humano que un pensador. Y a Fernando Fuenzalida, que me enseñó felizmente lo contrario. Pero, ¿qué le debo a David?

La cercanía y la amistad de David Sobrevilla me han transmitido algo que es fundamental en mí como investigador y, en último término, como pensador: que la filosofía no debe estar divorciada de la realidad, que la realidad es el sentido del pensamiento, que pensar sin la realidad delante es un oficio vano y estúpido. Me enseñó también que nuestra realidad, peruana y latinoamericana, lo que he llamado en otra parte “el margen del pensar”, es la tierra fundamental a partir y en función de la cual el pensamiento es una experiencia legítima y verdadera y no un juego de palabras o un vacío terequequeque con lo que dijo o no dijo Husserl en un cuaderno destinado al olvido.


Dado que este texto es un homenaje –a mi manera- a un maestro grandioso, deseo contarle al lector por qué estaba tan molesto David conmigo en 1996. Para llegar allí debo ir al comienzo de la historia. David y yo nos conocimos en 1993, en la Universidad de Lima, en el extinto Instituto de Investigaciones Filosóficas, que dirigía Francisco Miroquesada. Vivíamos cerca entonces, él en Conquistadores y yo por la Av. 2 de Mayo, que está en el mismo distrito, y muy amablemente me llevaba camino de regreso en su carro. Tomábamos café y tortas (pues aún comía tortas yo en esa época) pero, sobre todo, me regalaba algunas tardes largas veladas en su sala, que era como una biblioteca alejandrina que había sido invadida por unos sillones intrusos. Me reprochaba allí no saber alemán, pues vivía orgulloso, como sanmarquino que era, de haber sido becado en Alemania, país sobre cuyos pensadores posiblemente supo demasiado, sin que fuera muy fructífera finalmente toda su erudición germánica. Es un sino de los que aman a Alemania en el mundo de la filosofía peruana: la admiran tanto que la dejan intacta. Mi falta de interés por Alemania lo inhibió de darme apoyo para una beca de posgrado al extranjero, a cambio de lo cual me hablaba de sus libros, lo que creo ha resultado más provechoso para mí en el largo plazo.

Era bonachona y agradable mi amistad con David. Pero hacia 1995 comenzamos a tener un problema filosófico. Yo me había comenzado a entusiasmar muchísimo con la posmodernidad –entonces en pleno griterío local- y sentía cada vez más atracción por la obra de Gianni Vattimo, una influencia italiana que me ha costado algunos amigos y no pocos trabajos. Vattimo estaba en su punto culminante y David lo detestaba. Consideraba que su filosofía era superficial pero, lo más terrible, tomaba la filosofía de Vattimo como una suerte de irracionalismo que ponía en riesgo los valores ilustrados, por los que yo no sentía el menor apego mientras que para David eran la herencia fundamental de la civilización occidental. “Vattimo es peligroso” –solía decirme- “su filosofía en el fondo es pasadista y reaccionaria”. Yo encontraba todo eso maravilloso, pues, como en toda obra de arte escénica que se respete, el carácter del mal es el que tiene siempre el papel más interesante. Los buenos han sido hechos para completar el camino de los malos, sin los cuales la vida humana no sé qué valor podría tener. Claro, el bien es bueno, eso ya lo sé, pero no estamos tratando de eso ahora, sino del tema más general de una filosofía que conduce a la angustia frente a otra que lleva a la conformidad. Y hay que estar atentos en la conformidad, conformidad en torno a qué es.

David tenía ideas políticamente kantianas, unas ideas que parecen muy valiosas éticamente, pero que conducen en una sociedad capitalista y decadente a un conformismo que está bien lejos de los rasgos de lo bello o de lo útil. Los valores políticos de David, justamente por kantianos, eran nihilistas y afirmaban, sin que David pudiera percibirlo, unas instituciones sociales y un orden mundial basado en la economía. Yo era joven, y no sabía qué era el nihilismo y creo que no sabía exactamente los riesgos del vínculo inevitable entre la fascinación y la verdad. Pero no tengo hasta hoy la menor duda: en lo que a mí respecta, antes que a Kant, prefiero la verdad. Y la verdad, siguiendo la pauta del propio pensamiento de David, debe cosecharse de la realidad, no de los abstractos libros de Alemania.

David y yo discutimos sobre un artículo que escribí sobre Mario Bunge, alineándome de alguna manera a algunos profesores de la Universidad Católica del Perú que eran sus detractores. Debo decir que David llevaba una relación bastante tensa con esos mismos profesores por razones profesionales. Venía de distanciarse de Miguel Giusti, con quien había trabajado en la Universidad de Lima años antes y con quien guardaría una rivalidad de por vida que yo humanamente habría olvidado en la hora postrera. Perdonar no es divino, es humano. Tolerar es lo que es divino.

En agosto de 1996 Mario Bunge era objeto de una polémica bastante desagradable, que se había extendido a la prensa y en la que yo quise participar. Por razones que ahora no me explico, los profesores de filosofía de la Pontificia Universidad Católica del Perú habían invitado a Bunge a dar una charla. Hay que saber que Bunge era un amigo muy cercano de David; David verdaderamente lo apreciaba. Pero el hecho es que Bunge fue a la Universidad Católica invitado por algunos profesores que no estimaban mucho ni a Bunge ni a David. Nunca comprenderé para qué invitaron a Mario Bunge en esas circunstancias. El hecho es que, en el auditorio y frente a toda su asistencia, le hicieron una escena de ridículo que trasciende el recuerdo. Mientras Bunge intentaba explicarse en lo que sigue siendo su manera de pensar, un cientificismo periclitado que era tan inexplicable para mí hoy como entonces, una guapa profesora de la universidad que le hacía de escolta en la mesa hacía toda clase de muecas estrambóticas con la boca y gestos manuales que denotaban un notable desprecio hacia con el pobre invitado, de quien, a causa de las gesticulaciones aludidas, se hizo el hazmerreír del público. No menciono a la profesora en cuestión, hoy parte del cuerpo del Rectorado de la Universidad porque en Lima, ¡ay Lima, la Ciudad de los Reyes!, criticar a alguien poderoso es crimen de lesa humanidad y un atentado terrorista contra el pensamiento único.

En el diario El Sol, entonces un periódico bastante exitoso, escribí en el debate generado por el trato agraviante a Mario Bunge en la Universidad Católica el artículo “Mi vela  en este entierro”, donde denunciaba, en un lenguaje que hoy me da cierta pena y con unos valores confusos de los que espero haberme ya librado, lo que yo consideraba que eran las razones genuinas para estar contra Bunge y, no digo su filosofía, sino su ideología. David pensó que yo deseaba complacer a mis antiguos profesores, con los que para ese entonces ya no me ataba mayor lazo y creyó sinceramente que había sido una maniobra para obtener una prebenda, de allí el griterío sobre que no me daban ni iban a darme nada estos profesores, con los que él mismo se llevaba tan mal. Pero yo escribí ese texto por honestidad intelectual, y nunca le pregunté a ninguno de mis exprofesores si les interesó o no los párrafos que escribí, que he transcrito en la parte de abajo de este texto para que quien quiera, lea el motivo del disgusto. Por suerte, David, luego de algunos años me perdonó lo que tomó después por un error juvenil. Volvió a invitarme –aunque no tan seguido, debo confesar- a visitar su casa. Y volvió a ofrecerme tortas que esta vez, llevado por la edad, le rechacé.

La última vez que vi a David y conversé largamente con él debe haber sido en 2009 o 2010.  Le obsequié orgulloso un paquete con varias de mis publicaciones indexadas, que él me auguró alguna vez que nunca podría imprimir, dado el boicot de mis antiguos maestros en publicarlas en Lima. Estaba orgulloso de mostrarle que lo había logrado solo. Estaba David ya enfermo de cáncer cerebral. Esa tarde última David fue muy dulce y amable. Conversamos un largo rato. No estaba muy contento con mi cercanía con Gianni Vattimo, que entre tanto se había convertido en mi amigo y maestro definitivo. Y consideraba un terrible error que me hubiera dedicado yo a hacer estudios sobre pensadores políticos peruanos antikantianos y enemigos jurados del mundo moderno de su ilustrada Alemania. Pero me felicitó generoso por dedicar mi pensamiento al Perú. Fuiste mi aliento, David, en hacerlo. Y lleno de gratitud como estoy, David, dondequiera que estés, te pido perdón una vez más por no haber percibido, en 1996, que a los amigos hay que respetarlos, que Bunge era tu amigo y que yo te debía entonces el cariño de mi silencio y no la verdad de mis opiniones, que pude haberme ahorrado.
 
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Diario El Sol [Lima], 02 de agosto de 1996


Mi vela en este entierro
Cuatro palabras sobre el filósofo Mario Bunge, que hace poco estuvo en Lima en dos oportunidades

Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

Mario Bunge, físico argentino. El hombre culto se preguntará por qué el autor de su manual universitario de metodología ha dado tanto alboroto últimamente. El filósofo de profesión sabe que todo esto tiene que ver con su restringido olfato para las buenas maneras en la Universidad Católica. Pero también sabe que la forma de ser porteña es sólo la nata  mantecosa de ciertas cuestiones más profundas acerca de cómo interpretar la racionalidad y el sentido de la vida. Para la calle todo parece tener que ver con que si el buen señor es o no un positivista. Y aquí viene el problema, pues los argumentos esgrimidos hasta ahora terminan no convenciendo ni a Bunge. Y es que, después de todo, no parece ser tan terrible que alguien sea positivista.

Para Bunge sólo hay una genuina filosofía. Cito sus propias declaraciones: “La Filosofía (“rigurosa”) debe impulsar con el ejemplo a que la gente estudie… la ciencia y la técnica”. Cualquier otra cosa es “charlatanería”. No discutamos si esto es o no ser un positivista. Pero es un hecho que este señor cree que hay una filosofía “rigurosa” (que coincide con la suya) y que por serlo es democrática. Mucho me temo que esto, lejos de hacerlo un impecable demócrata, lo acerca de modo sospechoso al culto a la técnica que hizo posible el “archicientífico” exterminio nazi y justificó la barbarie “materiocientífica” del comunismo. En efecto. La ciencia y la técnica, por más “rigurosas” que sean, sólo son medios para fines que no son ni “ciencia” ni “técnica”. La idea de un rigor racional calculado de la “ciencia” hace de la filosofía una herramienta indirecta del totalitarismo. Es otra historia si Heidegger o Husserl sean mejor prenda. Pero lo que está en juego aquí es que la filosofía “rigurosa” no es ninguna mansa paloma democrática. En el caso de Bunge, no sólo están involucrados los modales de un físico argentino, sino también la clase de racionalidad que queremos realizar en el mundo. Y si he de poner mi vela en un entierro, que sea en el del totalitarismo. Y espero que Bunge ponga también la suya.

jueves, 11 de septiembre de 2014

David Sobrevilla, gran pensador, por Francisco Miró Quesada C.

David Sobrevilla, gran pensador, por Francisco Miró Quesada C.


Conocí a mi dilecto amigo David Sobrevilla Alcázar a inicios de la década de 1960. Había estudiado Derecho y Filosofía en la Pontificia Universidad Católica y en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Posteriormente viajó becado a estudiar en la Universidad de Tübingen, Alemania, donde obtuvo el Doctorado en Filosofía. Allá permaneció hasta 1970.
En este país conoció a una serie de filósofos importantes, entre ellos Wolfgang Schadewaldt. De retorno al Perú, ejerció la docencia en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de 1982 al 2000, donde llegó a ser profesor emérito. Participó como organizador de conferencias y las ofreció en numerosas actividades académicas en el Perú y en el extranjero. Fue también profesor visitante de la Universidad de Wisconsin, Estados Unidos.
Integró el Comité Consultivo de la “Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía” y de las revistas “Filosofía Práctica e Historia de las Ideas”, en Argentina; “Revista de Filosofía”, en Chile; “Diánoia”, en México y de “Archivos Latinoamericanos de Filosofía y Teoría del Derecho”, en Venezuela. Fue miembro fundador del Instituto del Pensamiento Peruano y Latinoamericano.
Su desarrollo filosófico puede dividirse en tres períodos: El primero, de aprendizaje, abarca de 1955 a 1970. Luego de transición, de 1970 a 1986, en que inicialmente realiza trabajos cercanos a la tradición fenomenológica, para luego ir ganando una orientación más amplia al tener contacto con la realidad del Perú y del pensamiento de Augusto Salazar Bondy y del mío. Por último, viene un período autónomo. A partir de esta última etapa, en 1986, enunciará un programa frente a la tradición filosófica occidental en su libro “Repesando la tradición occidental”, que comprende tres tareas: apropiarse del pensamiento filosófico occidental, es decir, convertir en propio algo que originalmente fue ajeno; someter a critica este pensamiento y, finalmente, replantear los principios y reconstruir el pensamiento filosófico, considerando los más altos estándares del saber y, al mismo tiempo, la peculiaridad de la realidad peruana y latinoamericana a partir de sus necesidades concretas.
Luego escribió “La estética de la Antigüedad” (1981) y “Los estudios kantianos” (2006). Posteriormente extendió la tarea de estudiar la tradición filosófica al pensamiento peruano y latinoamericano en sus libros: “Revisando la tradición nacional. Estudios sobre la filosofía reciente en el Perú” (dos volúmenes, 1988) y “Repensando la tradición de nuestra América” (1999).
 La filosofía para Sobrevilla se entendía como “orientación en el mundo”, la que puede darse en el ámbito teórico y práctico. En el ámbito teórico se dedicó con predilección a la estética y a la filosofía del derecho. Para lo primero, tenía estudios sobre estética griega, medieval, moderna y contemporánea. Trató de mostrar en ellos que un rasgo persistente en la estética occidental es su etnocentrismo, que se revela en que las categorías que ha elaborado para pensar lo bello y el arte provienen solo de la reflexión sobre el “corpus artístico occidental”; que la filosofía cuente con una estética auténticamente universal y no con una seudouniversal. Esto lo estimaba indispensable porque el pensamiento estético debe ampliar y reelaborar el cuadro de sus categorías.
Sobrevilla fue un amigo entrañable que me ayudó, con una eficacia y una constancia admirables, en la preparación de mi libro “Esquema de una teoría de la razón”. Sin él jamás habría podido publicarlo. Para editarlo, era necesario que las pruebas fueran exactas. Y constantemente había pequeños errores en ellas. David las corregía con un rigor increíble. Después de muchos ensayos encontró que estaban perfectas. Entonces, por fin, se pudo publicar mi libro.
¿Cómo era David en su trato personal? No era efusivo sino más bien parco. Cuando nos encontrábamos hablábamos de muchas cosas, pues teníamos inclinaciones filosóficas muy semejantes. Cuando en un tema había una percepción distinta, surgían obvias discrepancias, siendo generalmente él quien tenía la razón, pues su conocimiento del tema en discusión era mayor que el mío.
La muerte de David Sobrevilla Alcázar, ocurrida el lunes, es una pérdida irreparable para la filosofía peruana e internacional. Sin duda, pasará a la historia como uno de los grandes filósofos de nuestro país. Su deceso me ha causado profunda consternación, pues siempre le tuve un profundo afecto y una gran admiración intelectual.

martes, 10 de diciembre de 2013

La hermenéutica en el Perú (Parte IV): Francisco Miroquesada

La hermenéutica en el Perú (Parte IV)
Algunos paradigmas hermenéuticos en el panorama 
filosófico peruano contemporáneo[1] 



 1.  ANTECEDENTES. HISTORIA ABREVIADA 
DE LA RECEPCIÓN DE LA HERMENÉUTICA EN EL PERÚ
(Parte III-IV: Francisco Miroquesada)

Francisco Arenas-Dolz
Universidad de Valencia
 
Et lux in tenebris lucet [2]
Jn 1,5

Francisco Miroquesada (1918–)

Filósofo de la lógica, polifacético, editorialista de prensa, presidente durante años de la Sociedad Peruana de Filosofía, se desempeñó como profesor en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y la Universidad de Lima. Hoy es director del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Ricardo Palma. Ha sido ministro de Educación (1963–1964), pero renunció al cargo al ser censurado por el Parlamento, compuesto en su mayoría por la coalición de los partidos APRA y Unión Nacional Odríista. Francisco Miroquesada fue el ideólogo del partido reformista Acción Popular. Para Miroquesada es fundamental la concepción de un humanismo situacional, postulado no en nombre de ideas, sino del reconocimiento de la condición de hombre del otro. En su cargo, realizó varias innovaciones, entre las que destaca la creación de una oficina dedicada a atender a los padres de familia y a los profesores. Aplicó, por primera vez, métodos de educación bilingüe en el Perú y consiguió incorporar un alto porcentaje de población escolar primaria al sistema educativo, así como desarrollar la planificación científica del sistema educativo peruano. Fue después embajador del Perú en Francia y delegado ante la Asamblea General de la Unesco y asesor del consejo editorial del periódico El Comercio. Miroquesada es miembro fundador y presidente en varias ocasiones de la Sociedad Peruana de Filosofía y miembro de número de la Academia Peruana de la Lengua (1971); en la actualidad es profesor emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y la Universidad de Lima. Como director del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad de Lima y del Instituto de Estudios e Investigaciones Filosóficas de la Universidad Cayetano Heredia, se ha distinguido por introducir la lógica y las corrientes epistemológicas contemporáneas en el Perú. Sus lecturas de Heidegger fueron asistemáticas y, en cualquier caso, no acusan recibo más allá de El ser y el tiempo.

Miroquesada es posiblemente el más importante filósofo peruano del siglo XX, y uno de los interlocutores de Augusto Salazar Bondy, de quien tratamos en nuestro post anterior. Orientaría las discusiones fenomenológicas con Salazar hacia la lógica matemática, que cultivaba, aunque dejaría antes un volumen único en su género sobre la fenomenología[3]. Miroquesada ha tenido por sus principales actividades la filosofía y el periodismo. Es autor de varios libros y ensayos en materia filosófica. Ha publicado libros sobre diversos temas, como la lógica matemática, filosofía de la cultura y filosofía del derecho. En un trabajo de 1953, con el título «Outline of my philosophical position», publicado en Southern Philosopher 2, 1953, 1–5, Miroquesada ha delineado su posición filosófica: lo que diferencia la filosofía del siglo XX de la filosofía anterior, es la importancia que en aquella ha alcanzado la lógica y la epistemología. Gracias a estas disciplinas, se puede decir que hoy existe un aspecto de la filosofía que es verdaderamente científico. No obstante, seguimos hablando de filosofía, porque las proposiciones resultantes conciernen a cuestiones de principio y porque la filosofía es, precisa, ante todo, la ciencia de los primeros principios.

En Apuntes para una teoría de la razón (1963), Miroquesada ha afrontado la primera tarea, en donde, expone que el sistema de evidencias tradicionales de la razón ha caducado parcialmente. Sin embargo, hacer esta constatación: cree que esto no lleva simplemente a rechazar la razón, sino a la comprobación de que hay un proceso de depuración de las evidencias racionales a través del rigor de la formalización. Por esto, es fundamental plantear el problema de la relación entre conocimiento y lenguaje. El paso de los lenguajes vernáculos a los formalizados atestigua que el hombre pasa de una visión del mundo subjetiva genéricamente a una visión objetiva y universal, esto es, racional. Según Miroquesada, las tareas filosóficamente más importantes del presente son en el plano de la teoría la elaboración de un nuevo concepto de la razón y en la práctica el análisis de la situación y el destino del hombre, destino que no es Dios para el autor que por entonces se autodenominaba “ateísta nostálgico”; posteriormente, ha virado a este respecto a una suerte de panteísmo.

En su artículo «Metateoría y razón» (1968), Miroquesada ha llevado esta investigación un paso más allá, al distinguir dentro de la razón dos vertientes: una algo rítmica o mecánica y otra poética o creadora, que encuentra soluciones aunque no existan algoritmos que conduzcan a ellas. En otro trabajo, Sobre el concepto de razón (1975), el autor ha sostenido que la reflexión sobre la multiplicidad de las lógicas –intuicionista, polivalente, de la probabilidad, modal, lógicas heterodoxas– nos muestra coincidencias que prueban la existencia de principios racionales comunes a estos sistemas. Tales principios revelan una estructura racional profunda. La razón es un sistema de principios universales y necesarios. La razón se expande históricamente manteniendo su unidad dentro de una diversidad. En Humanismo y Revolución (1969) busca exponer la manera sistemática y asequible la ideología humanista y mostrar las posibilidades de formalización del análisis ideológico utilizando ciertos métodos desarrollados por el pensamiento filosófico contemporáneo. La ideología humanista se apoya en el principio de la autotelia –la afirmación kantiana de que todo hombre es un fin en sí mismo–, del que se derivan otros más. La revolución consiste en el cambio de estructuras, su meta es la desaparición de la violencia. Según Miroquesada, el humanismo permite fundamentar la revolución mejor que la filosofía dialéctica, ya que ésta no admite una confrontación con los hechos ni es coherente con los resultados de las ciencias naturales y sociales. Además de estos planteamientos, Miroquesada ha realizado otros muy importantes en el campo de la Lógica, la Historia de las ideas y la Lingüística. En Problemas fundamentales de lógica jurídica (1956), sostiene que la lógica jurídica es una especie de lógica aplicada que se basa sobre lo que el autor denomina “paralelismo normativo–proposicional”. Según este principio a toda norma corresponde una proposición verdadera –aunque la inversa no sea cierta–, lo que posibilita una aplicación directa de la lógica proposicional a la derivación normativa.

En Despertar y proyecto del filosofar latinoamericano (1974) nuestro autor sostiene que en el filosofar latinoamericano hay cuatro generaciones: la generación de los patriarcas o fundadores, la generación de los forjadores, una generación técnica y otra que es la provisionalmente última. Miroquesada habla de filosofar y no de filosofía latinoamericana. Este estudio trata de esclarecer cómo la tercera generación de la filosofía latinoamericana se dividió en dos grupos: uno regionalista y otro universalista. Finalmente, en sus tres artículos contenidos en Siete temas de Lingüística teórica y aplicada (1976), Miroquesada se refiere a la teoría lingüística como una teoría explicativa, a la diferencia entre los lenguajes científicos y políticos y al problema de la comunicación y la solución que le da el lenguaje.

Miroquesada fue ideólogo del partido centrista-reformista Acción Popular, procuró delinear la doctrina de este partido en La ideología de Acción Popular (1964) y en Manual ideológico. En su opinión, los principios que dicho partido toma del pasado son la tradición planificadora del Perú, la acción popular y la justicia agraria. En este sentido, es fundamental para Miroquesada, la concepción de un humanismo situacional, postulado no en nombre de ideas, sino del reconocimiento de la condición del hombre del otro. Esto ha llevado a Miroquesada en los últimos años a renunciar a Acción Popular y a desarrollar libremente su idea del humanismo, a la que quisiera ver sustentado los planteamientos de una nueva izquierda.




[1] El conjunto del estudio del que forma parte este post se inserta en el Proyecto de Investigación Científica GV06/145, financiado por la Conselleria d’Empresa, Universitat i Ciència de la Generalitat Valenciana; y en el Proyecto de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico HUM2004–06633–CO2/FISO, financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia y con Fondos FEDER de la Unión Europea.
[2] Divisa de la Pontificia Universidad Católica del Perú.
[3] Miroquesada, Francisco, Sentido del movimiento fenomenológico, Lima, Sociedad Peruana de Filosofía, 1941.

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