sábado, 13 de septiembre de 2014

David Sobrevilla (1938-2014), recuerdos






David Sobrevilla, recuerdos
(1938-2014)


Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

Era el 02 de agosto de 1996. Iba por mi taza del cargado café que suelen tomar los profesores en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima a las 10:45 de la mañana. El Padre Armando Nieto me detuvo ante la mesa con el recorte de un artículo de periódico sobre Mario Bunge, el mismo que tengo precisamente ahora depositado en el atril que está sobre el teclado de mi escritorio. “¡Muy bien!” –me dijo el Padre-; “diste en el clavo”. Esa misma noche me llamó a la casa a eso de las 8:00 David Sobrevilla Alcázar, David simplemente, como lo llamé siempre, desde que lo conocí en 1993. Estaba en el auricular el estudioso del pensamiento filosófico peruano más notable que jamás haya habido, por su minuciosidad, por su conocimiento, vastísimo; por su crítica, mordaz y bien informada. Un pensador que amaba el Perú, lo cual demostró, no buscando prebendas del Estado, no escalando posiciones burocráticas hablando de valores o principios dudosos o impulsando su fama artificialmente, como Dios sabe hay tantos otros que en vida lo tomaban de idiota y ahora escriben necrologías en las que lo pintan de santo. David, un filósofo de verdad. En 1996 apenas era yo un joven profesor, pero ya le debía mucho como ser humano y como educador de mi espíritu. Es el único profesor que, con los valores exactamente inversos a los míos, marcó un rumbo perdurable en mi vida académica y profesional. Nunca tuvimos una conversación telefónica más grande David y yo que la de esa noche de 1996 y no recuerdo que estuviera nunca más enojado conmigo. A raíz del artículo sobre Bunge, David me quitaría el habla por varios años.

Recuerdo estupefacto aún su principal reproche, que reproduzco: “Yo, sin que hayas sido nunca mi alumno, te lo he dado todo”.  “Nada te he negado y nada te he pedido”. “Te acogí para obtener empleo, recomendé tus ensayos, te aconsejé, te di apoyo con mi biblioteca, te asocié en la organización de un Congreso Internacional pero tú, ¿cómo me pagas? ¿Así me pagas? ¿Cómo me pagas ahora, Víctor Samuel? Te vas detrás de la Católica, adulando a tus profesores que nunca te han dado nada, no te dan, ni te darán jamás nada, ni las gracias por el favor que les has hecho”. David gritaba furioso y me dijo más cosas que la prudencia me aconseja callar. Yo era muy joven y me sentí golpeado por una fuerza grande, pues mi admiración por David era inmensa. Es posiblemente una de las personas, incluso por sus virtudes morales, que más he admirado en la vida.

A pocos filósofos peruanos vivos, fueran o no mis profesores, he admirado realmente. A Miguel Giusti, que aborrece mi trabajo académico y me marginó profesionalmente desde que descubrió
 que sus ideas y las mías no eran muy parecidas, a Dios gracias. A diferencia de él, yo aprecio y valoro el talento y la originalidad de lo que hace alguien que puede pensar al revés que yo, y se lo he demostrado con sendas reseñas llenas de conocimiento de sus propias obras. A Rose-Mary Rizo-Patrón, de quien tomé no sus ideas modernistas y sus valores burgueses, sino su sentido de la disciplina y su honestidad académica. La estimé y la estimo como un ser admirable, a pesar de que creo que ha abrazado los valores equivocados que, por suerte, no fueron los que me enseñó a mí. A Francisco Miroquesada Cantuarias, de quien aprendí que el filósofo debe tener altura moral y apertura de espíritu, empatía por el diverso; que es antes un ser humano que un pensador. Y a Fernando Fuenzalida, que me enseñó felizmente lo contrario. Pero, ¿qué le debo a David?

La cercanía y la amistad de David Sobrevilla me han transmitido algo que es fundamental en mí como investigador y, en último término, como pensador: que la filosofía no debe estar divorciada de la realidad, que la realidad es el sentido del pensamiento, que pensar sin la realidad delante es un oficio vano y estúpido. Me enseñó también que nuestra realidad, peruana y latinoamericana, lo que he llamado en otra parte “el margen del pensar”, es la tierra fundamental a partir y en función de la cual el pensamiento es una experiencia legítima y verdadera y no un juego de palabras o un vacío terequequeque con lo que dijo o no dijo Husserl en un cuaderno destinado al olvido.


Dado que este texto es un homenaje –a mi manera- a un maestro grandioso, deseo contarle al lector por qué estaba tan molesto David conmigo en 1996. Para llegar allí debo ir al comienzo de la historia. David y yo nos conocimos en 1993, en la Universidad de Lima, en el extinto Instituto de Investigaciones Filosóficas, que dirigía Francisco Miroquesada. Vivíamos cerca entonces, él en Conquistadores y yo por la Av. 2 de Mayo, que está en el mismo distrito, y muy amablemente me llevaba camino de regreso en su carro. Tomábamos café y tortas (pues aún comía tortas yo en esa época) pero, sobre todo, me regalaba algunas tardes largas veladas en su sala, que era como una biblioteca alejandrina que había sido invadida por unos sillones intrusos. Me reprochaba allí no saber alemán, pues vivía orgulloso, como sanmarquino que era, de haber sido becado en Alemania, país sobre cuyos pensadores posiblemente supo demasiado, sin que fuera muy fructífera finalmente toda su erudición germánica. Es un sino de los que aman a Alemania en el mundo de la filosofía peruana: la admiran tanto que la dejan intacta. Mi falta de interés por Alemania lo inhibió de darme apoyo para una beca de posgrado al extranjero, a cambio de lo cual me hablaba de sus libros, lo que creo ha resultado más provechoso para mí en el largo plazo.

Era bonachona y agradable mi amistad con David. Pero hacia 1995 comenzamos a tener un problema filosófico. Yo me había comenzado a entusiasmar muchísimo con la posmodernidad –entonces en pleno griterío local- y sentía cada vez más atracción por la obra de Gianni Vattimo, una influencia italiana que me ha costado algunos amigos y no pocos trabajos. Vattimo estaba en su punto culminante y David lo detestaba. Consideraba que su filosofía era superficial pero, lo más terrible, tomaba la filosofía de Vattimo como una suerte de irracionalismo que ponía en riesgo los valores ilustrados, por los que yo no sentía el menor apego mientras que para David eran la herencia fundamental de la civilización occidental. “Vattimo es peligroso” –solía decirme- “su filosofía en el fondo es pasadista y reaccionaria”. Yo encontraba todo eso maravilloso, pues, como en toda obra de arte escénica que se respete, el carácter del mal es el que tiene siempre el papel más interesante. Los buenos han sido hechos para completar el camino de los malos, sin los cuales la vida humana no sé qué valor podría tener. Claro, el bien es bueno, eso ya lo sé, pero no estamos tratando de eso ahora, sino del tema más general de una filosofía que conduce a la angustia frente a otra que lleva a la conformidad. Y hay que estar atentos en la conformidad, conformidad en torno a qué es.

David tenía ideas políticamente kantianas, unas ideas que parecen muy valiosas éticamente, pero que conducen en una sociedad capitalista y decadente a un conformismo que está bien lejos de los rasgos de lo bello o de lo útil. Los valores políticos de David, justamente por kantianos, eran nihilistas y afirmaban, sin que David pudiera percibirlo, unas instituciones sociales y un orden mundial basado en la economía. Yo era joven, y no sabía qué era el nihilismo y creo que no sabía exactamente los riesgos del vínculo inevitable entre la fascinación y la verdad. Pero no tengo hasta hoy la menor duda: en lo que a mí respecta, antes que a Kant, prefiero la verdad. Y la verdad, siguiendo la pauta del propio pensamiento de David, debe cosecharse de la realidad, no de los abstractos libros de Alemania.

David y yo discutimos sobre un artículo que escribí sobre Mario Bunge, alineándome de alguna manera a algunos profesores de la Universidad Católica del Perú que eran sus detractores. Debo decir que David llevaba una relación bastante tensa con esos mismos profesores por razones profesionales. Venía de distanciarse de Miguel Giusti, con quien había trabajado en la Universidad de Lima años antes y con quien guardaría una rivalidad de por vida que yo humanamente habría olvidado en la hora postrera. Perdonar no es divino, es humano. Tolerar es lo que es divino.

En agosto de 1996 Mario Bunge era objeto de una polémica bastante desagradable, que se había extendido a la prensa y en la que yo quise participar. Por razones que ahora no me explico, los profesores de filosofía de la Pontificia Universidad Católica del Perú habían invitado a Bunge a dar una charla. Hay que saber que Bunge era un amigo muy cercano de David; David verdaderamente lo apreciaba. Pero el hecho es que Bunge fue a la Universidad Católica invitado por algunos profesores que no estimaban mucho ni a Bunge ni a David. Nunca comprenderé para qué invitaron a Mario Bunge en esas circunstancias. El hecho es que, en el auditorio y frente a toda su asistencia, le hicieron una escena de ridículo que trasciende el recuerdo. Mientras Bunge intentaba explicarse en lo que sigue siendo su manera de pensar, un cientificismo periclitado que era tan inexplicable para mí hoy como entonces, una guapa profesora de la universidad que le hacía de escolta en la mesa hacía toda clase de muecas estrambóticas con la boca y gestos manuales que denotaban un notable desprecio hacia con el pobre invitado, de quien, a causa de las gesticulaciones aludidas, se hizo el hazmerreír del público. No menciono a la profesora en cuestión, hoy parte del cuerpo del Rectorado de la Universidad porque en Lima, ¡ay Lima, la Ciudad de los Reyes!, criticar a alguien poderoso es crimen de lesa humanidad y un atentado terrorista contra el pensamiento único.

En el diario El Sol, entonces un periódico bastante exitoso, escribí en el debate generado por el trato agraviante a Mario Bunge en la Universidad Católica el artículo “Mi vela  en este entierro”, donde denunciaba, en un lenguaje que hoy me da cierta pena y con unos valores confusos de los que espero haberme ya librado, lo que yo consideraba que eran las razones genuinas para estar contra Bunge y, no digo su filosofía, sino su ideología. David pensó que yo deseaba complacer a mis antiguos profesores, con los que para ese entonces ya no me ataba mayor lazo y creyó sinceramente que había sido una maniobra para obtener una prebenda, de allí el griterío sobre que no me daban ni iban a darme nada estos profesores, con los que él mismo se llevaba tan mal. Pero yo escribí ese texto por honestidad intelectual, y nunca le pregunté a ninguno de mis exprofesores si les interesó o no los párrafos que escribí, que he transcrito en la parte de abajo de este texto para que quien quiera, lea el motivo del disgusto. Por suerte, David, luego de algunos años me perdonó lo que tomó después por un error juvenil. Volvió a invitarme –aunque no tan seguido, debo confesar- a visitar su casa. Y volvió a ofrecerme tortas que esta vez, llevado por la edad, le rechacé.

La última vez que vi a David y conversé largamente con él debe haber sido en 2009 o 2010.  Le obsequié orgulloso un paquete con varias de mis publicaciones indexadas, que él me auguró alguna vez que nunca podría imprimir, dado el boicot de mis antiguos maestros en publicarlas en Lima. Estaba orgulloso de mostrarle que lo había logrado solo. Estaba David ya enfermo de cáncer cerebral. Esa tarde última David fue muy dulce y amable. Conversamos un largo rato. No estaba muy contento con mi cercanía con Gianni Vattimo, que entre tanto se había convertido en mi amigo y maestro definitivo. Y consideraba un terrible error que me hubiera dedicado yo a hacer estudios sobre pensadores políticos peruanos antikantianos y enemigos jurados del mundo moderno de su ilustrada Alemania. Pero me felicitó generoso por dedicar mi pensamiento al Perú. Fuiste mi aliento, David, en hacerlo. Y lleno de gratitud como estoy, David, dondequiera que estés, te pido perdón una vez más por no haber percibido, en 1996, que a los amigos hay que respetarlos, que Bunge era tu amigo y que yo te debía entonces el cariño de mi silencio y no la verdad de mis opiniones, que pude haberme ahorrado.
 
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Diario El Sol [Lima], 02 de agosto de 1996


Mi vela en este entierro
Cuatro palabras sobre el filósofo Mario Bunge, que hace poco estuvo en Lima en dos oportunidades

Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

Mario Bunge, físico argentino. El hombre culto se preguntará por qué el autor de su manual universitario de metodología ha dado tanto alboroto últimamente. El filósofo de profesión sabe que todo esto tiene que ver con su restringido olfato para las buenas maneras en la Universidad Católica. Pero también sabe que la forma de ser porteña es sólo la nata  mantecosa de ciertas cuestiones más profundas acerca de cómo interpretar la racionalidad y el sentido de la vida. Para la calle todo parece tener que ver con que si el buen señor es o no un positivista. Y aquí viene el problema, pues los argumentos esgrimidos hasta ahora terminan no convenciendo ni a Bunge. Y es que, después de todo, no parece ser tan terrible que alguien sea positivista.

Para Bunge sólo hay una genuina filosofía. Cito sus propias declaraciones: “La Filosofía (“rigurosa”) debe impulsar con el ejemplo a que la gente estudie… la ciencia y la técnica”. Cualquier otra cosa es “charlatanería”. No discutamos si esto es o no ser un positivista. Pero es un hecho que este señor cree que hay una filosofía “rigurosa” (que coincide con la suya) y que por serlo es democrática. Mucho me temo que esto, lejos de hacerlo un impecable demócrata, lo acerca de modo sospechoso al culto a la técnica que hizo posible el “archicientífico” exterminio nazi y justificó la barbarie “materiocientífica” del comunismo. En efecto. La ciencia y la técnica, por más “rigurosas” que sean, sólo son medios para fines que no son ni “ciencia” ni “técnica”. La idea de un rigor racional calculado de la “ciencia” hace de la filosofía una herramienta indirecta del totalitarismo. Es otra historia si Heidegger o Husserl sean mejor prenda. Pero lo que está en juego aquí es que la filosofía “rigurosa” no es ninguna mansa paloma democrática. En el caso de Bunge, no sólo están involucrados los modales de un físico argentino, sino también la clase de racionalidad que queremos realizar en el mundo. Y si he de poner mi vela en un entierro, que sea en el del totalitarismo. Y espero que Bunge ponga también la suya.

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