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lunes, 20 de abril de 2015

Dios como posibilidad buena. La experiencia humana de Dios en Gianni Vattimo (III parte)/ Carlos Pairetti





Homenaje a Vattimo por su 79 aniversario

 Dios como posibilidad buena. 
La experiencia humana de Dios en Gianni Vattimo 
(III parte y última)



Carlos Pairetti
Universidad del Rosario

La interpretación ético-política de la kénosis

En este segundo momento de la investigación procuraré explicitar el sentido que Vattimo le otorga a la caridad en el contexto de su particular lectura de la kénosis o, para decirlo filosóficamente, a partir del debilitamiento de las estructuras fuertes de la concepción de Dios, que culmina en una problemática aproximación, sin alcanzar una definitiva identificación, entre historia de la salvación e historia de la interpretación. Para dar curso a esta reflexión, asumiré nuevamente como telón de fondo, otras indicaciones de Candelero, como la siguiente, en la que destaca que el principio de caridad es algo así como un residuo que guía la interpretación secularizante del texto sagrado, una vez que hemos comprendido que al Dios de Vattimo no se le reza, sino que se lo interpreta. Y, como si ello fuera poco, la salvación, agrega con cierta aprensión Candelero, pasa a través de la interpretación. Pues bien, de cara a estas indicaciones la subsiguiente discusión estará abocada a elucidar el controversial modo que Vattimo tiene de pensar la kénosis en paralelo con una acepción débil de la filosofía. Lo subrayado se evidencia en las siguientes palabras del autor:

“De nuevo hay que referirse al paralelismo entre teología de la secularización y ontología del debilitamiento (…). La relación de la filosofía con la teología cristiana se reconoce en el marco de una secularización que, de algún modo, prevé precisamente una transcripción filosófica, de este tipo, del mensaje bíblico”.[1]


El estrecho parentesco entre filosofía débil y teología cristiana, encuentra su razón de ser en que los rasgos principales de la civilización occidental, se estructuran en referencia a aquel texto base que fue, para esta civilización, la Escritura hebraico-cristiana.[2] Para Giovanni Giorgio, lo destacado se enunciaría como sigue: “No sólo pues la secularización del cristianismo, sino también el cristianismo como secularización”.[3] Por tanto, de lo que se trata, entonces, es de reconocer y asumir nuestra innegable proveniencia de la tradición cristiana, que implica un proceso de secularización articulado en dos momentos, a saber: “la modernidad no sería pensable sin la presencia activa en ella de la herencia del dogma y de la ética cristiana”.[4] A su vez, la modernidad es sometida ella también a un proceso de secularización, que sin implicar una aniquilamiento total del pensamiento metafísico, se lo asume a través de una reapropiación verwindung (recuperación distorsionada).[5] El  vínculo subrayado recientemente entre filosofía débil y teología cristiana alcanza, cuando a la kénosis se refiere, tal punto de confluencia que, a juicio de Vattimo, “filosofía y teología dicen la misma cosa, en términos diversos”.[6] De allí que la filosofía occidental moderna y contemporánea no tendría sentido sin una debida atención prestada al contenido de la revelación. En efecto, es sobre esta base que la filosofía débil asume los rasgos de una hermenéutica, de una interpretación que no repara tanto en la necesidad de entender la Escritura evitando atribuirle una interpretación aberrante para lograr una correcta aplicación a nuestra condición y situación (sutilitas applicandi), sino que, ante todo, esta hermenéutica añade algo esencial al texto mismo. No resulta extraño a partir de lo dicho entonces, que, el hecho interpretativo sea al mismo tiempo salvador. La no accidentalidad, o instrumentalidad de la interpretación, es defendida por Vattimo de la siguiente manera:

“En la medida en que, como me parece, se ha verificado esto, el hecho de que la cultura europea de la modernidad tardía haya ‘descubierto’ la productividad de la interpretación (…), es un efecto de la interpretación que esta cultura ha hecho del mensaje cristiano y es, inseparablemente, un efecto también, y, por supuesto, el efecto salvífico del acontecimiento cristiano”.[7]



 La pregunta aquí es: ¿qué produce la interpretación productiva? Principalmente una continuidad con el texto bíblico que no pretende en absoluto ser objetiva, se reduce a una persuasión retórica, ad hominen. En efecto, la mencionada impronta ético-política en lo referente al modo de interpretar el mensaje contenido en el texto sagrado, queda rubricada en esta indicación. No obstante, es importante subrayar, como lo hace Vattimo, que “no toda interpretación es válida; es necesario que parezca válida a una comunidad de intérpretes”.[8]¿Existe un parámetro para determinar la validez de una interpretación? De hecho que si, y se trata de un límite asociado directamente con ─para decirlo con lenguaje espiritual─ el amor, la caridad. O sea que, entre la historia de la salvación e historia de la interpretación la caridad juega un papel de cabal importancia que, a su vez, despliega toda su potencia si se toma nota, de un lado, de la prototípica actitud de abajamiento de Dios motivada por el inmenso amor a sus criaturas, y, del otro, del debilitamiento constante al que el pensamiento está siendo sometido a partir del final de la metafísica. De lo que se desprende que, si es la caridad el motor central de la puesta en escena de la interpretación, no habría razones definitivas para sospechar de que lo interpretado esté por fuera del sentido salvífico del texto sagrado, justamente, porque de lo que se trata, no es de otra cosa que la de corresponder mejor al mensaje divino de salvación. Si quisiéramos reunir desde la perspectiva ético-política todos los elementos puestos en juego en este análisis, en conceptos de Giorgio sería:

“Hermenéuticamente ya no es posible establecer una diferencia entre hechos e interpretaciones, entre cosas en sí y cosa quoad nos, en función del debilitamiento del ser y del principio de realidad proveniente del Cristianismo y de su principio de la kénosis”.[9]

Retomando ahora el problema de la referencia a la comunidad como “criterio” de validez de la interpretación, hay que destacar que sólo resulta legítimo en el marco de la disolución de la metafísica de la presencia y, obviamente, no puede ser invocado por fuera del horizonte operado por tal disolución. Además, la metafísica de la presencia es sustituida por una ontología hermenéutica (término que Vattimo toma de Gadamer), con la cual el ser es concebido como lo disolutivo, que no se da de una vez por todas en la presencia, sino que, como afirma el autor, en virtud de su carácter de acontecimiento, de anuncio, crece en las interpretaciones que lo escuchan y corresponden, y por ende, también puede ser orientado a la espiritualización, al aligeramiento, o, lo que es lo mismo, a la kénosis.[10] En este orden de cosas, la caridad también es sometida ella misma a la mentada disolución, sobre todo, en el sentido de que como se podrá observar no existen razones positivas que la funden. Por tanto, a juicio de Vattimo, no se trata del reconocimiento de que somos esencialmente iguales, de que somos hijos de un mismo padre, etc. Dado que estas razones en la medida en que se enuncian muestran su insostenibilidad, y, peor aún, se tornan violentas, precisamente, porque son enunciadas, o así aspiran a serlo, de manera definitiva, por lo que cualquier cuestionamiento a tales proposiciones es interrumpido en nombre del respeto a valores definitivos. Por lo demás, la violencia, en opinión de Vattimo, se entiende como una interrupción del cuestionar.[11] Y como es sabido, la violencia de este tipo fue, o mejor, continúa siendo la tentación constante para quien todavía sostiene que el ser es algo que se encuentra fuera de la interpretación. Finalmente, regresando a la noción de caridad, el pensador italiano afirma que es un ejercicio, algo que no se demuestra, sino que se practica y se conquista con la acción. Y no es un principio metafísico ya que no tiene la evidencia de una proposición. Escuchemos como lo dice Vattimo:

“…más bien como la mirada de Jesús al joven rico: ‘Jesús mirándolo, lo amó’. Corresponder a la mirada del amor no es un imperativo ‘fundado’ sobre evidencias: es praxis, compromiso, elección de corresponder a una llamada que nos habla como una voz que no podemos callar sin renunciar a ser nosotros mismos”.[12]

A esta luz ─de la caridad entendida como una acción, como praxis─ se hace patente que la progresiva disolución obrada por la secularización es la esencia misma del cristianismo. Y tal experiencia de la caridad desemboca en una compleja relación circular entre herencia cristiana, ontología débil y ética de la no-violencia.[13] En efecto, en el horizonte impreciso e inestable de esa circularidad, desemboca todo aquello que ha sido sometido a la distorsión verwindung, principalmente, la metafísica concepción de Dios, pensado como el omnipotente, lo absoluto, lo trascendente ─en lenguaje medieval─ el ipsum ese subsistens, para dar como resultado lo siguiente: una más intensa relación de caridad entre Dios y la humanidad y, en consecuencia, de los hombres entre sí.

Teniendo en cuenta lo desarrollado, pienso que lo esencial, aquí, consiste en ver que para Vattimo, el punto de partida de toda reflexión acerca de Dios y de su relación con lo humano, que pretenda ser sincera, seria, no puede elaborarse allende del hecho incontestable ─aún a riesgo de encerrar esto en límites estrechos─ de nuestra pertenencia a una “civilización del libro”. Esta afirmación pone de manifiesto una identificación tal entre Occidente y cristianismo que lleva al autor a preguntarse con Benedetto Croce: ¿Por qué no podemos dejar de llamarnos cristianos? Si bien es cierto que esta asimilación entre Occidente y cristianismo es problemática, en el sentido en que no pueden señalarse fronteras precisas, delimitaciones claras entre ambas, no obstante, como lo sabemos, lo ético, lo político y muchas otras esferas de la realidad, en su intrínseca configuración, son el resultado de la apuntada influencia. Y, es precisamente por esa razón, que toda auténtica reflexión filosófico-teológica se cultiva en el marco de esta mutua interrelación. Pero, ante todo, lo que cuenta en este punto es ─para decirlo con Paul Ricoeur─ el juego de interpretaciones. A este respecto Candelero señala en sus consideraciones finales que: para los posmodernos sólo hay interpretaciones, que todas las afirmaciones lo son, y que no hay por qué violentarse y ser violento por ellas. A lo que agrega el autor: todo esto oculta otros modos-de-ser las cosas.[14] Pues bien, a mi juicio, es cierto que en el mundo no hay sólo cosas-interpretables, pero sucede que si tomamos en serio nuestra proveniencia de la cultura del libro, al texto sagrado me refiero, es la propia Iglesia la que ostenta no sólo la interpretación, sino también, la intención hegemónica. Pensemos, por ejemplo, en las implicancias del Concilio ecuménico de Trento (1545-1563) en el que, entre otras cosas de cabal importancia, se decidió acerca del carácter inspirado de los textos sagrados, en virtud de lo cual el canon de la Biblia quedo definitivamente cerrado. En efecto, si de ocultar los otros modos- de-ser-de las cosas se trata, sobre todo, cuanto a Dios y a su particular vínculo con lo humano se refiere, es la propia Iglesia la que debe comparecer ante esta imputación, en la medida en que se autodenomina así misma custodia de la auténtica y verdadera interpretación de la Escritura. De allí la no arbitrariedad del título de la Encíclica, por nombrar una, del papa Alejandro IX: Ecclesia Mater et Magistra. Es frente a todo esto que, el enfoque ético-político defendido por Vattimo, articulado en torno al evento kenótico y la caridad, adquiere su más pleno sentido. Reforzando lo que acabo de aseverar, una inversión que Vattimo realiza de un lema latino atribuido a Aristóteles, expresa con especial contundencia lo que venimos sosteniendo acerca de la disolución de la metafísica de la presencia como modo de interpretar el mensaje de salvación en la Iglesia, al tiempo que evidencia un tránsito de la veritas a la caritas operado por la secularización: amicus Plato sed magis amica veritas (amigo de Platón, pero más amigo de la verdad), cuyo sentido en perspectiva kenótica sería: “amigo de la verdad, pero más amigo de Platón…” ¿Será este el punto de confluencia más logrado entre historia de la salvación e historia de la interpretación, el que nos permita morigerar la violencia como silenciamiento del cuestionar, en el que, de una vez por todas, podamos acceder a una experiencia kenótica de Dios, más humana quizás, con lo paradojal que pueda sonar esta aspiración…?




[1] Vattimo, Gianni. Creer que se cree. Buenos Aires: Paidós, 2008, pp. 74-75.
[2] Véase Idem. p.44.
[3] Giorgio, Giovanni. Il pensiero di Gianni Vattimo. Milán: Franco Angeli, 2006, p. 24. La traducción es nuestra.
[4] Vattimo, Gianni. Nihilismo y emancipación. Barcelona: Paidós, 2004, p. 49.
[5] Véase Pairetti, Carlos. Introducción al pensamiento de Gianni Vattimo: nihilismo y hermenéutica. Córdoba: EDUCC, 2009, p.51.
[6] Ob. cit. Vattimo, Gianni-Dotolo, Carmelo. Dio: la posibilità buona. Un colloquio sulla soglia tra filosofia e teología., p.77. La traducción es nuestra. Según Vattimo, cuando la teología y la filosofía dejan de comunicarse de manera continua se corre el riesgo  ─como sucede en Italia─ que los curas dedicados a la teología se encuentren de un lado, en un recinto puramente dogmático, y, el resto de ellos, en otro.
[7] Vattimo, Gianni. Después de la cristiandad: por un cristianismo no religioso. Buenos Aires: Paidós, 2004, p. 81.
[8] Idem, p. 86.
[9] Op. cit. Giorgio, Giovanni. Il pensiero di Gianni Vattimo. p.109. La traducción es nuestra.
[10] Op. cit. Vattimo, Gianni. Después de la cristiandad: por un cristianismo no religioso. p. 87.
[11] Op. cit. Vattimo, Gianni. Nihilismo y emancipación.  p. 66.
[12] Op. cit. Pairetti, Carlos. Introducción al pensamiento de Gianni Vattimo: nihilismo y hermenéutica.  p. 12.
[13] Op. cit. Vattimo, Gianni. Creer que se cree. p. 47.
[14] Véase Op.cit. Candelero, Neldo. Ciencia, Arte, Religión. Observaciones filosóficas 3. “Rorty-Vattimo. Acerca de lo religioso”. pp. 13-14.

lunes, 4 de enero de 2010

Secularización y Europa Islámica

PROPHET MUHAMMED's Letter to the Monks of St. Catherine Monastery from Haqqani OSMANLI on Vimeo.

martes, 28 de julio de 2009

Habermas y Benedicto XVI


Lal bases morales prepolíticas del Estado liberal
Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger
(actual Papa Benedictus XVI)

Comentarios sobre el libro conjunto Dialéctica de la secularización (2003)

Jimmy Hernández
Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima


I. Jürgen Habermas
Jürgen Habermas comienza su intervención con la interrogante planteada ¿fundamentos prepolíticos del estado democrático? Esto quiere decir que si el estado liberal secularizado necesita apoyarse en supuestos normativos prepolíticos, esto es, en supuestos que no son el fruto de una deliberación y decisión, y, la hacen posible. Sin embargo, para Habermas “esta pregunta pone en duda la capacidad del Estado constitucional democrático de recurrir a sus propias fuentes para generar su presupuestos normativos, así como la sospecha de que depende de tradiciones autóctonas, cosmovisivas o religiosas, y en cualquier caso de tradiciones éticas vinculantes para la colectividad también ajenas a él mismo” (Dialéctica de la Secularización). Esta respuesta no debe sorprendernos, porque en su sistema de pensamiento no puede ser de otro modo. Esto deriva de la influencia notoria de la versión del liberalismo kantiano por él desarrollada., y que algunos de esos aspectos principales los argumenta en esta exposición. En sus mismas palabras dice: “el liberalismo político (que defiendo en la figura especial de un republicanismo kantiano) se entiende como una justificación no religiosa y postmetafísica de los principios normativos del Estado constitucional democrático. Esta teoría se sitúa en la tradición de un derecho racional” (p.27).

Al juicio de Habermas, el propio proceso democrático es capaz de salir garante de sus presupuestos normativos, sin necesidad de recurrir para ellos a tradiciones religiosas o cosmovisivas. Y no sólo da esta afirmación sino que se atreve a decir que la vida democrática posee una dinámica propia que la capacita asimismo para suscitar virtudes políticas en los ciudadanos y los anima a la participación activa y comprometida en la gestión de la RES PUBLICA. Habermas también se muestra preocupado por los temas de siempre, la fundamentación no metafísica de los valores modernos y la racionalización de la cultura política, aunque no los desarrolle muy a fondo. Porque para él “la base de la constitución del Estado liberal tiene la suficiente capacidad para defender su necesidad de legitimación de forma autosuficiente, es decir recurriendo a existencias cognitivas de un conjunto de argumentos independientes de la tradición religiosa y metafísica” (pp. 30-31). El Estado democrático se fundamenta a partir de las fuentes de la razón práctica. No obstante, aunque estos fundamentos sean sólidos no quiere decir que son inmunes a todo peligro. Puesto que una mala inteligencia de la secularización puede provocar la indiferencia política por parte de aquellos ciudadanos que no se siente suficientemente reconocidos en la esfera pública (p. 28).


Luego nos dirá que solamente se realiza la solidaridad ciudadana dentro de la sociedad política liberal, por abstracta y jurídica que esta sea, cuando los principios de justicia han penetrado previamente el denso entramado de los diferentes conceptos culturales (pp. 34-35). Este punto nos parece de vital importancia. Puesto que Habermas ha dicho claramente que la sociedad liberal puede darse a sí misma sus bases morales, sin embargo admite unas fuentes espontáneas de las que se alimenta el ciudadano. “Así podría decirse que en cierto modo el estatus de ciudadano está insertado en una sociedad civil que se alimenta de fuentes espontáneas, si ustedes quieren, «prepolíticas»” (p. 32). Está, además, consciente del poder configurador de nuestra existencia, que en un mundo globalizado como éste, tienen los mercados, los cuales no están sujetos a un control democrático como podemos ver en la cotidianeidad. Ya que “los mercados, que no pueden evidentemente someterse a un proceso democrático como las administraciones estatales, asumen cada vez más funciones de orientación en ámbitos de la vida, que hasta ahora habían estado recogidos normativamente, esto es mediante formas políticas o prepolíticas de comunicación (p. 36). La consecuencia es que no sólo cada vez más aspectos privados se orientan por el propio beneficio y las presencias individuales, sino que también la misma cultura se estaría valorizando según criterios de mercado. La debilidad de los mecanismos reguladores del derecho internacional aumenta en los ciudadanos la sensación de estar sometidos a dinámicas incontrolables y fomenta la tendencia a la apatía política, por este motivo en la actualidad se ve un “creciente desanimo frente a la capacidad política de la comunidad internacional que contribuye a aumentar la despolitización ciudadana” (p. 36).


Teniendo en cuenta todo este contexto que preocupa seriamente a Habermas, él sostiene que la secularización ha de entenderse hoy como un proceso de aprendizaje recíproco entre el pensamiento laico heredero de la Ilustración y las tradiciones religiosas. “Ambas posturas, la religiosa y la laica, si conciben la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje complementario, pueden tomar en serio mutuamente sus aportaciones en temas públicos controvertidos también entonces desde un punto de vista cognitivo” (pp. 43-44). Éstas pueden aportar un rico caudal de principios éticos que fortalezcan los lazos de solidaridad ciudadana sin los que el Estado secularizado no puede subsistir.

Desde la filosofía de Habermas, una variante del liberalismo político, el respaldo de las instituciones ya no puede ser religioso o metafísico: debe ser racional. La ley que regula al Estado se fundamenta en las mismas condiciones que hacen posible el diálogo entre ciudadanos, quienes están involucrados de una u otra forma en el procedimiento legislativo. Ambos están llamados a vivir más que en la tolerancia, en el entendimiento que se fundamenta no en lo que los distingue, sino en lo que los hace iguales: la razón. La sola tolerancia no basta, puesto que las consecuencias de esta tolerancia no están repartidas simétricamente entre creyentes y no creyentes, tal como se pone de manifiesto en la legislación más o menos liberal sobre el aborto. Por eso mismo la conciencia laica paga un precio por gozar de la libertad negativa que representa la libertad religiosa (p. 45).

Manifiesta, Habermas, que una visión del mundo laicista ya no es sostenibles en una sociedad democrática que el llamará postsecular, la cual pone en un mismo nivel a los creyentes y a los no creyentes sin excluir ni marginar a ninguno. “La neutralidad cosmovisiva del poder estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del mundo laicista” (p. 46). Los creyentes y los no creyentes han de vivir en una sociedad democrática que valore sus conceptos religiosos y no los desestime como mera irracionalidad ni falta de verdad. Aunque su lenguaje siga siendo religioso “los ciudadanos secularizados, en cuanto que actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje religioso a las discusiones públicas” (pp. 46-47).
Finalmente Habermas explica que para que se dé una auténtica simetría a la hora del diálogo, tanto los creyentes como los no creyentes, han de hacerse entender, es decir, los creyentes deben saber expresarse de modo que los no creyentes entiendan, pero los no creyentes también deben expresarse en un lenguaje que los creyentes puedan entender claramente,“una cultural liberal política puede incluso esperar de los ciudadanos secularizados participen en los esfuerzos para traducir aportaciones importantes del lenguaje religioso a un lenguaje más asequible para el público general” (p. 47).


Joseph Ratzinger (hoy Papa Benedictus XVI):

Ratzinger también habla sobre el contexto histórico actual y de las exigencias que de él se derivan. Presentándonos los dos síntomas de una evolución apresurada: el surgimiento de una sociedad de dimensiones mundiales, y, el crecimiento de las posibilidades que tiene el hombre de producir y de destruir (p. 51).
El encuentro de las culturas en un mundo globalizado, sumado al poder destructivo de la técnica humana, hace necesario encontrar una base ética común que regule la convivencia de los hombres y de los pueblos. No está claro que la democracia esté en condiciones de garantizar una base ética semejante. La democracia opera de acuerdo con el principio de las mayorías, pero la historia nos enseña que también las mayorías pueden ser ciegas e ignorar los derechos legítimos de las minorías. Y se pregunta “¿Se puede seguir hablando de justicia y de derecho cuando, por ejemplo, una mayoría, incluso grande, aplasta con leyes opresivas a una minoría religiosa o racial?”(p. 54). Sin embargo, a pesar de todo, la democracia sigue siendo una propuesta válida, porque “la garantía de la participación en la formación del derecho y en la justa administración del poder es la razón esencial a favor de la democracia como la más adecuada de las formas de ordenamiento político” (p. 54).
Ratzinger no dudad en afirmar que hay “algo que precede a cualquier decisión de la mayoría y que debe ser respetado por ella” (p. 55). Puesto que existen “valores permanentes que brotan de la naturaleza del hombre y que, por tanto, son intocables en todos los que participan de dicha naturaleza” (p. 55). Reconoce también que se dan patologías religiosas y pone como ejemplo el caso particular el terrorismo religioso de Osama Bin Laden: “Los mensajes de Bin Laden presentan el terror como la respuesta de los pueblos débiles y oprimidos a la arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a su presunción, a su blasfema arrogancia y a su crueldad” (p. 57). Sostiene, además, que la religión ha de mantener un diálogo permanente con la razón, diálogo que la purifica y la resguarda de tales excesos. Así mismo se dan en nuestro tiempo algunas patologías de la razón: basta con pensar en la bomba atómica o en la fabricación de seres humanos en el laboratorio. La racionalidad también debería reflexionar sobre los desastres que producen sus sueños y comprender las reacciones contrarias que genera. Estas patologías de la razón son fruto de una arrogancia de la razón que no es menos peligrosa; más aún considerando su efecto potencial, es todavía más amenazadora demostradas con la bomba atómica y el ser humano entendido como producto. Por eso también a la razón se le debe exigir, a su vez, que reconozca sus límites y que aprenda a escuchar a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Si se emancipa totalmente y renuncia a dicha disposición a aprender, si renuncia a la correlación, se vuelve destructiva (p. 67).


Existe una necesaria correlatividad entre razón y fe. En Europa ese diálogo tendrá como interlocutores a la razón occidental secularizada y a la religión cristiana. Esto se puede y se debe decir sin caer en un falso eurocentrismo. Ambas caracterizan la situación mundial como ninguna otra fuerza cultural. Pero ello no significa que nos podamos desentender de las demás culturas (p. 68). Es sumamente importante que las dos grandes componentes de la cultura occidental estén dispuestas a escuchar y desarrollen una auténtica correlación también con esas culturas (p. 68). Pero esto no quiere decir que deban ser excluidas las demás confesiones religiosas, sino por el contrario éstas deben prestar todo aquellos de bueno, bello y verdadero que tengan para cimentar una sociedad más humana. Hablando con propiedad sería una correlación necesaria de razón y fe, de razón y religión, que están llamadas a purificarse y regenerarse recíprocamente, que se necesitan mutuamente, y deben reconocerlo (pp. 67-68).

Finalmente, para Ratzinger es obvio que el laicicismo de la modernidad racionalista domina el actual panorama espiritual. Con todo, razón y fe son complementarias antes que enemigas. Además, queda claro que la razón tiene sus propias patologías, no menores ni menos mortíferas de las que la religión sufrió en el pasado. Atrocidades históricas aparte, y pese a que superficialmente no parezca así, desde un exclusivo plano doctrinal el ecumenismo de la fe católica manifiesta una mayor disposición a la relación con lo distinto que la cultura liberal


BALANCE GENERAL:

Cuando Habermas toca el tema de la religión, lo hace integrando en ella su teoría de los tipos de racionalidad, en la de la acción comunicativa, y en las reflexiones de una época postmetafísica. El fenómeno religión es analizado desde la perspectiva de la epistemología, de la antropología y de la sociología, e integradas en su teoría de la comunicación posteriormente. Ya que en un primer momento Habermas desestima la religión, puesto que dentro de las condiciones de simetría, cuando habla de la ausencia de coacción, establecía que en el diálogo los presupuestos religiosos, que el creyente llevaría consigo a la hora del acto comunicativo, lo deshabilitarían para una búsqueda desinteresa (no teleológica) del consenso. Sin embargo, en un segundo momento tomaría en mayor consideración a la religión por sus contenidos morales que la ética racional no podría dar, como es el caso del sacrifico, que desde la pura razón contradice la virtud de la justicia “de dar a cada uno lo que le corresponde”. En este momento Habermas daría un paso adelante en su propio sistema ya que la coherencia y la fidelidad a las condiciones de simetría de la teoría de la acción comunicativa lo obligarían a realizarlo.


Para Ratzinger la religión, al unísono con Habermas, será una auténtica fuente normativa para las democracias abúlicas siempre que se admita que los principios del orden moral y civil fluyen de la naturaleza divina. Porque detrás de ese reconocimiento vendrán los necesarios valores para el mundo moderno cuyo ateísmo amenaza, incluso, la dignidad de la persona misma. Ratzinger explota a fondo los gestos concesivos de Habermas y extrae de ellos la exigencia de restaurar la centralidad de la fe en un mundo que ya no cree en nada. Para Ratzinger es obvio que el laicicismo de la modernidad racionalista domina el actual panorama espiritual. Con todo, razón y fe son complementarias antes que enemigas. Además, queda claro que la razón tiene sus propias patologías, no menores ni menos mortíferas de las que la religión sufrió en el pasado. Sin embargo, sigue siendo una cura para la sola razón que también tiene patologías aún peores que las ocasionadas por la fe.
Ratzinger cree en una verdad objetiva que el diálogo está llamado a identificar. Habermas está persuadido de que la verdad es fruto del diálogo y no existe con independencia de éste. En este último punto es en el que podemos ver claramente la diferencia esencial entre el realismo de Ratzinger y la ética del consenso de Habermas. Como ya hemos desarrollado, Habermas cree que la acción comunicativa no tiene como finalidad la obtención de la verdad, sino el consenso. Y fruto de éste se obtendrá la verdad, pero ésta no es anterior, sino consecuencia del consenso.
En cambio Ratzinger cree firmemente que si las personas pueden llegar a un consenso es precisamente porque antes que el acto comunicativo existe la verdad, que es anterior y en virtud de la cual es posible entenderse y llegar a un acuerdo.
A pesar de estas diferencias ambos se muestran de acuerdo en que el diálogo como tal es imprescindible para lograr el entendimiento. Además, no hay discrepancia en la afirmación: “en el diálogo (entre fe y razón) han de participar todas las mentalidades y todas las culturas”. Por lo tanto, concuerdan ambos en la conclusión, pero los medios para llegar a él es lo que los hace discrepar en sus posturas políticas.

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