martes, 28 de julio de 2009

Habermas y Benedicto XVI


Lal bases morales prepolíticas del Estado liberal
Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger
(actual Papa Benedictus XVI)

Comentarios sobre el libro conjunto Dialéctica de la secularización (2003)

Jimmy Hernández
Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima


I. Jürgen Habermas
Jürgen Habermas comienza su intervención con la interrogante planteada ¿fundamentos prepolíticos del estado democrático? Esto quiere decir que si el estado liberal secularizado necesita apoyarse en supuestos normativos prepolíticos, esto es, en supuestos que no son el fruto de una deliberación y decisión, y, la hacen posible. Sin embargo, para Habermas “esta pregunta pone en duda la capacidad del Estado constitucional democrático de recurrir a sus propias fuentes para generar su presupuestos normativos, así como la sospecha de que depende de tradiciones autóctonas, cosmovisivas o religiosas, y en cualquier caso de tradiciones éticas vinculantes para la colectividad también ajenas a él mismo” (Dialéctica de la Secularización). Esta respuesta no debe sorprendernos, porque en su sistema de pensamiento no puede ser de otro modo. Esto deriva de la influencia notoria de la versión del liberalismo kantiano por él desarrollada., y que algunos de esos aspectos principales los argumenta en esta exposición. En sus mismas palabras dice: “el liberalismo político (que defiendo en la figura especial de un republicanismo kantiano) se entiende como una justificación no religiosa y postmetafísica de los principios normativos del Estado constitucional democrático. Esta teoría se sitúa en la tradición de un derecho racional” (p.27).

Al juicio de Habermas, el propio proceso democrático es capaz de salir garante de sus presupuestos normativos, sin necesidad de recurrir para ellos a tradiciones religiosas o cosmovisivas. Y no sólo da esta afirmación sino que se atreve a decir que la vida democrática posee una dinámica propia que la capacita asimismo para suscitar virtudes políticas en los ciudadanos y los anima a la participación activa y comprometida en la gestión de la RES PUBLICA. Habermas también se muestra preocupado por los temas de siempre, la fundamentación no metafísica de los valores modernos y la racionalización de la cultura política, aunque no los desarrolle muy a fondo. Porque para él “la base de la constitución del Estado liberal tiene la suficiente capacidad para defender su necesidad de legitimación de forma autosuficiente, es decir recurriendo a existencias cognitivas de un conjunto de argumentos independientes de la tradición religiosa y metafísica” (pp. 30-31). El Estado democrático se fundamenta a partir de las fuentes de la razón práctica. No obstante, aunque estos fundamentos sean sólidos no quiere decir que son inmunes a todo peligro. Puesto que una mala inteligencia de la secularización puede provocar la indiferencia política por parte de aquellos ciudadanos que no se siente suficientemente reconocidos en la esfera pública (p. 28).


Luego nos dirá que solamente se realiza la solidaridad ciudadana dentro de la sociedad política liberal, por abstracta y jurídica que esta sea, cuando los principios de justicia han penetrado previamente el denso entramado de los diferentes conceptos culturales (pp. 34-35). Este punto nos parece de vital importancia. Puesto que Habermas ha dicho claramente que la sociedad liberal puede darse a sí misma sus bases morales, sin embargo admite unas fuentes espontáneas de las que se alimenta el ciudadano. “Así podría decirse que en cierto modo el estatus de ciudadano está insertado en una sociedad civil que se alimenta de fuentes espontáneas, si ustedes quieren, «prepolíticas»” (p. 32). Está, además, consciente del poder configurador de nuestra existencia, que en un mundo globalizado como éste, tienen los mercados, los cuales no están sujetos a un control democrático como podemos ver en la cotidianeidad. Ya que “los mercados, que no pueden evidentemente someterse a un proceso democrático como las administraciones estatales, asumen cada vez más funciones de orientación en ámbitos de la vida, que hasta ahora habían estado recogidos normativamente, esto es mediante formas políticas o prepolíticas de comunicación (p. 36). La consecuencia es que no sólo cada vez más aspectos privados se orientan por el propio beneficio y las presencias individuales, sino que también la misma cultura se estaría valorizando según criterios de mercado. La debilidad de los mecanismos reguladores del derecho internacional aumenta en los ciudadanos la sensación de estar sometidos a dinámicas incontrolables y fomenta la tendencia a la apatía política, por este motivo en la actualidad se ve un “creciente desanimo frente a la capacidad política de la comunidad internacional que contribuye a aumentar la despolitización ciudadana” (p. 36).


Teniendo en cuenta todo este contexto que preocupa seriamente a Habermas, él sostiene que la secularización ha de entenderse hoy como un proceso de aprendizaje recíproco entre el pensamiento laico heredero de la Ilustración y las tradiciones religiosas. “Ambas posturas, la religiosa y la laica, si conciben la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje complementario, pueden tomar en serio mutuamente sus aportaciones en temas públicos controvertidos también entonces desde un punto de vista cognitivo” (pp. 43-44). Éstas pueden aportar un rico caudal de principios éticos que fortalezcan los lazos de solidaridad ciudadana sin los que el Estado secularizado no puede subsistir.

Desde la filosofía de Habermas, una variante del liberalismo político, el respaldo de las instituciones ya no puede ser religioso o metafísico: debe ser racional. La ley que regula al Estado se fundamenta en las mismas condiciones que hacen posible el diálogo entre ciudadanos, quienes están involucrados de una u otra forma en el procedimiento legislativo. Ambos están llamados a vivir más que en la tolerancia, en el entendimiento que se fundamenta no en lo que los distingue, sino en lo que los hace iguales: la razón. La sola tolerancia no basta, puesto que las consecuencias de esta tolerancia no están repartidas simétricamente entre creyentes y no creyentes, tal como se pone de manifiesto en la legislación más o menos liberal sobre el aborto. Por eso mismo la conciencia laica paga un precio por gozar de la libertad negativa que representa la libertad religiosa (p. 45).

Manifiesta, Habermas, que una visión del mundo laicista ya no es sostenibles en una sociedad democrática que el llamará postsecular, la cual pone en un mismo nivel a los creyentes y a los no creyentes sin excluir ni marginar a ninguno. “La neutralidad cosmovisiva del poder estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del mundo laicista” (p. 46). Los creyentes y los no creyentes han de vivir en una sociedad democrática que valore sus conceptos religiosos y no los desestime como mera irracionalidad ni falta de verdad. Aunque su lenguaje siga siendo religioso “los ciudadanos secularizados, en cuanto que actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje religioso a las discusiones públicas” (pp. 46-47).
Finalmente Habermas explica que para que se dé una auténtica simetría a la hora del diálogo, tanto los creyentes como los no creyentes, han de hacerse entender, es decir, los creyentes deben saber expresarse de modo que los no creyentes entiendan, pero los no creyentes también deben expresarse en un lenguaje que los creyentes puedan entender claramente,“una cultural liberal política puede incluso esperar de los ciudadanos secularizados participen en los esfuerzos para traducir aportaciones importantes del lenguaje religioso a un lenguaje más asequible para el público general” (p. 47).


Joseph Ratzinger (hoy Papa Benedictus XVI):

Ratzinger también habla sobre el contexto histórico actual y de las exigencias que de él se derivan. Presentándonos los dos síntomas de una evolución apresurada: el surgimiento de una sociedad de dimensiones mundiales, y, el crecimiento de las posibilidades que tiene el hombre de producir y de destruir (p. 51).
El encuentro de las culturas en un mundo globalizado, sumado al poder destructivo de la técnica humana, hace necesario encontrar una base ética común que regule la convivencia de los hombres y de los pueblos. No está claro que la democracia esté en condiciones de garantizar una base ética semejante. La democracia opera de acuerdo con el principio de las mayorías, pero la historia nos enseña que también las mayorías pueden ser ciegas e ignorar los derechos legítimos de las minorías. Y se pregunta “¿Se puede seguir hablando de justicia y de derecho cuando, por ejemplo, una mayoría, incluso grande, aplasta con leyes opresivas a una minoría religiosa o racial?”(p. 54). Sin embargo, a pesar de todo, la democracia sigue siendo una propuesta válida, porque “la garantía de la participación en la formación del derecho y en la justa administración del poder es la razón esencial a favor de la democracia como la más adecuada de las formas de ordenamiento político” (p. 54).
Ratzinger no dudad en afirmar que hay “algo que precede a cualquier decisión de la mayoría y que debe ser respetado por ella” (p. 55). Puesto que existen “valores permanentes que brotan de la naturaleza del hombre y que, por tanto, son intocables en todos los que participan de dicha naturaleza” (p. 55). Reconoce también que se dan patologías religiosas y pone como ejemplo el caso particular el terrorismo religioso de Osama Bin Laden: “Los mensajes de Bin Laden presentan el terror como la respuesta de los pueblos débiles y oprimidos a la arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a su presunción, a su blasfema arrogancia y a su crueldad” (p. 57). Sostiene, además, que la religión ha de mantener un diálogo permanente con la razón, diálogo que la purifica y la resguarda de tales excesos. Así mismo se dan en nuestro tiempo algunas patologías de la razón: basta con pensar en la bomba atómica o en la fabricación de seres humanos en el laboratorio. La racionalidad también debería reflexionar sobre los desastres que producen sus sueños y comprender las reacciones contrarias que genera. Estas patologías de la razón son fruto de una arrogancia de la razón que no es menos peligrosa; más aún considerando su efecto potencial, es todavía más amenazadora demostradas con la bomba atómica y el ser humano entendido como producto. Por eso también a la razón se le debe exigir, a su vez, que reconozca sus límites y que aprenda a escuchar a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Si se emancipa totalmente y renuncia a dicha disposición a aprender, si renuncia a la correlación, se vuelve destructiva (p. 67).


Existe una necesaria correlatividad entre razón y fe. En Europa ese diálogo tendrá como interlocutores a la razón occidental secularizada y a la religión cristiana. Esto se puede y se debe decir sin caer en un falso eurocentrismo. Ambas caracterizan la situación mundial como ninguna otra fuerza cultural. Pero ello no significa que nos podamos desentender de las demás culturas (p. 68). Es sumamente importante que las dos grandes componentes de la cultura occidental estén dispuestas a escuchar y desarrollen una auténtica correlación también con esas culturas (p. 68). Pero esto no quiere decir que deban ser excluidas las demás confesiones religiosas, sino por el contrario éstas deben prestar todo aquellos de bueno, bello y verdadero que tengan para cimentar una sociedad más humana. Hablando con propiedad sería una correlación necesaria de razón y fe, de razón y religión, que están llamadas a purificarse y regenerarse recíprocamente, que se necesitan mutuamente, y deben reconocerlo (pp. 67-68).

Finalmente, para Ratzinger es obvio que el laicicismo de la modernidad racionalista domina el actual panorama espiritual. Con todo, razón y fe son complementarias antes que enemigas. Además, queda claro que la razón tiene sus propias patologías, no menores ni menos mortíferas de las que la religión sufrió en el pasado. Atrocidades históricas aparte, y pese a que superficialmente no parezca así, desde un exclusivo plano doctrinal el ecumenismo de la fe católica manifiesta una mayor disposición a la relación con lo distinto que la cultura liberal


BALANCE GENERAL:

Cuando Habermas toca el tema de la religión, lo hace integrando en ella su teoría de los tipos de racionalidad, en la de la acción comunicativa, y en las reflexiones de una época postmetafísica. El fenómeno religión es analizado desde la perspectiva de la epistemología, de la antropología y de la sociología, e integradas en su teoría de la comunicación posteriormente. Ya que en un primer momento Habermas desestima la religión, puesto que dentro de las condiciones de simetría, cuando habla de la ausencia de coacción, establecía que en el diálogo los presupuestos religiosos, que el creyente llevaría consigo a la hora del acto comunicativo, lo deshabilitarían para una búsqueda desinteresa (no teleológica) del consenso. Sin embargo, en un segundo momento tomaría en mayor consideración a la religión por sus contenidos morales que la ética racional no podría dar, como es el caso del sacrifico, que desde la pura razón contradice la virtud de la justicia “de dar a cada uno lo que le corresponde”. En este momento Habermas daría un paso adelante en su propio sistema ya que la coherencia y la fidelidad a las condiciones de simetría de la teoría de la acción comunicativa lo obligarían a realizarlo.


Para Ratzinger la religión, al unísono con Habermas, será una auténtica fuente normativa para las democracias abúlicas siempre que se admita que los principios del orden moral y civil fluyen de la naturaleza divina. Porque detrás de ese reconocimiento vendrán los necesarios valores para el mundo moderno cuyo ateísmo amenaza, incluso, la dignidad de la persona misma. Ratzinger explota a fondo los gestos concesivos de Habermas y extrae de ellos la exigencia de restaurar la centralidad de la fe en un mundo que ya no cree en nada. Para Ratzinger es obvio que el laicicismo de la modernidad racionalista domina el actual panorama espiritual. Con todo, razón y fe son complementarias antes que enemigas. Además, queda claro que la razón tiene sus propias patologías, no menores ni menos mortíferas de las que la religión sufrió en el pasado. Sin embargo, sigue siendo una cura para la sola razón que también tiene patologías aún peores que las ocasionadas por la fe.
Ratzinger cree en una verdad objetiva que el diálogo está llamado a identificar. Habermas está persuadido de que la verdad es fruto del diálogo y no existe con independencia de éste. En este último punto es en el que podemos ver claramente la diferencia esencial entre el realismo de Ratzinger y la ética del consenso de Habermas. Como ya hemos desarrollado, Habermas cree que la acción comunicativa no tiene como finalidad la obtención de la verdad, sino el consenso. Y fruto de éste se obtendrá la verdad, pero ésta no es anterior, sino consecuencia del consenso.
En cambio Ratzinger cree firmemente que si las personas pueden llegar a un consenso es precisamente porque antes que el acto comunicativo existe la verdad, que es anterior y en virtud de la cual es posible entenderse y llegar a un acuerdo.
A pesar de estas diferencias ambos se muestran de acuerdo en que el diálogo como tal es imprescindible para lograr el entendimiento. Además, no hay discrepancia en la afirmación: “en el diálogo (entre fe y razón) han de participar todas las mentalidades y todas las culturas”. Por lo tanto, concuerdan ambos en la conclusión, pero los medios para llegar a él es lo que los hace discrepar en sus posturas políticas.

lunes, 27 de julio de 2009

Conferencias de Javier Fernández Sebastián en Lima sobre el concepto "liberalismo" en la era de las independencias



El Instituto de Estudios Peruanos, el Instituto Francés de Estudios Andinos, la Fundación Carolina y el Instituto Raúl Porras Barrenechea de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos tienen el agrado de invitarlo a las siguientes presentaciones que realizará en Lima el Doctor Javier Fernández Sebastián, catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad del País Vasco, quien ha codirigido el importante Diccionario político y social del siglo XX español publicado por Alianza Editorial en el 2002.

Lunes 3 de Agosto. 11 am. Instituto de estudios Peruanos. Horacio Urteaga 694, Jesús María. “La difusión del concepto de "Liberalismo" en el mundo iberoamericano.”

Martes 4 de Agosto. 6 pm en el Instituto Raúl Porras Barrenechea. Colina 398, Miraflores. “Política y lenguaje en la crisis del mundo hispánico: Metáforas y conceptos políticos en la era de las revoluciones de independencia”





TEMÁTICA Y PROPUESTA DE PROYECTO.
Las presentaciones del Doctor Javier Fernández Sebastián forman parte de las actividades del equipo internacional de Historia Conceptual Iberoamericana (1770-1870) bajo el auspicio de la Fundación Carolina y del IFEA. El propósito principal de esta investigación es analizar los cambios histórico-semánticos del lenguaje social, en particular la historia de los conceptos políticos fundamentales en la transición del Antiguo Régimen a la Modernidad política (1770-1870).

La sección peruana del equipo internacional está presidida por Cristóbal Aljovín de Losada, y tiene como miembros a Joëlle Chassin, Federica Morelli, Francisco Núñez, David Velásquez, Marcel Velásquez, Víctor Samuel Rivera y Álex Loayza. Siguiendo las líneas generales de los coordinadores, la sección peruana intenta estimular el desarrollo de la empresa propuesta desde una perspectiva interdisciplinaria, en la que intervienen de manera conjunta y complementaria la historia, la filosofía y la literatura. La investigación trata de tomar herramientas de la historia conceptual iniciada de diversa manera por Reinhart Koselleck y Quentin Skinner. En la historia de los conceptos se toma en consideración las variables de profundidad diacrónica, temporalidad interna y dimensión retórica de los conceptos. Durante el periodo relativo al año 2009 se estudiará el devenir de los conceptos políticos orden, democracia, civilización, Estado, libertad, soberanía, revolución, patria-patriota-patriotismo, independencia, y partido-facción en el Perú.

El problema central del estudio del equipo internacional es el impacto del nuevo lenguaje de la modernidad en la cultura política que formaliza la crisis y descomposición del régimen virreinal y el conflictivo nacimiento de la república. La hipótesis central postula que estos conceptos dieron sentido a la acción de los actores históricos del periodo, constituyendo una forma ideológica perdurable en el orden político y la identidad sociocultural en el ámbito iberoamericano. Se espera de este estudio una comprensión más detallada de la gestación de las ideas políticas propias de los tiempos modernos; en el Perú se trata además de la configuración del lenguaje social del republicanismo, las contradicciones y paradojas que contiene, así como las consecuencias de este lenguaje en términos de la praxis efectiva de los actores históricos.

La meta final del equipo internacional de investigación es publicar un diccionario de los conceptos iberoamericanos que dieron sentido a la acción de los actores históricos del periodo. En este diccionario participarán junto al equipo peruano equipos de investigadores de Chile, Argentina, Uruguay, Perú, Colombia, Venezuela, México, España y Portugal.


Javier Fernández Sebastián. Catedrático de Historia del Pensamiento Político en la Universidad del País Vasco. Profesor invitado en distintas universidades y centros de investigación de España, Francia, Alemania y el Reino Unido. Miembro del Consejo de Redacción de numerosas revistas especializadas, ha sido vocal de la Junta Superior de Archivos del Ministerio de Cultura de España, dirige desde hace años una colección de Textos Clásicos de Pensamiento Político, y ha publicado media docena de libros y más de un centenar de artículos. Sus últimos libros, como coeditor, son L’avènement de l’opinion publique. Europe et Amérique XVIIIe-XIXe siècles (París, 2004) y el Diccionario político y social del siglo XX español (Madrid, 2008), así como el primer volumen del Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-1850 (Madrid, 2009). En la actualidad dirige un proyecto internacional en historia conceptual comparada del mundo iberoamericano (Iberconceptos), y prepara la próxima publicación de dos volúmenes colectivos: La Aurora de la Libertad. Los primeros liberalismos en el mundo iberoamericano y Politics, Time and Conceptual History.

lunes, 13 de julio de 2009

Homenaje a Fernando Fuenzalida Vollmar

domingo, 12 de julio de 2009

Edmund Burke y la lección de Montesquieu (en italiano)


Especiales de La Coalición

EDMUND BURKE E LA LEZIONE DI MONTESQUIEU

Piero Venturelli


Non meno del filosofo e scrittore francese Montesquieu (1689-1755), il celebre pensatore e uomo politico anglo-irlandese Edmund Burke (1729-1797) apprezza alcune delle conquiste basilari della civiltà illuministica, a partire tanto dalla visione progressiva dello sviluppo della società civile con il ruolo centrale del commercio caratterizzato dalla sua funzione “mitigatrice” dei costumi più rozzi, quanto dall’opinione che una tale moderna società debba essere contraddistinta dall’esistenza di un’ampia tolleranza religiosa e dalla presenza di fondamentali libertà civili; e queste libertà, per entrambi gli autori, possono essere garantite soltanto da una costituzione che divida e regoli i poteri dello Stato, frapponendo ostacoli e limitazioni ad un uso arbitrario di essi, insomma un tipo di costituzione di cui quella inglese costituisce massimo esempio.

Tali vedute, nel XVIII secolo considerate progressive, hanno come punto di riferimento l’individuo, e farsene sostenitori significa, quindi, essere fautori di un tipo moderno di individualismo democratico sia in senso economico sia in senso religioso. Esaltando anche l’importanza del pregiudizio e della tradizione storica, Burke ritiene che le Manners debbano sempre precedere e controllare i progressi della società commerciale: è compito dell’aristocrazia naturale, educata all’ideale cavalleresco, andare a costituire la classe dirigente della nazione; gli homines novi, tutt’al più e in casi eccezionali, possono essere cooptati. In questo modo, la nobiltà e la religione vengono a rappresentare i presìdi del costume sociale e sono poste a fondamento della legittimità politica.

Lo statista anglo-irlandese, dunque, si oppone ad alcuni degli esiti più importanti della Rivoluzione francese che nutriranno la crescita delle liberaldemocrazie contemporanee: i diritti dell’uomo, la teoria della sovranità popolare e la carriera aperta al talento. Reagendo alle tendenze radicalmente democratiche ed ugualitarie scaturite dall’Ottantanove, egli si dice convinto che l’errore capitale dei rivoluzionari consista nel tentativo di applicare le idee astratte dell’Illuminismo alla realtà politica. Secondo Burke, accettare i diritti naturali nella loro astrattezza significa rendersi correi del regresso della società ad una forma di barbarie di cui ormai i rivoluzionari stanno dando concreto esempio in Francia.
Come sottolineeranno, da lì a poco, i teorici della Controrivoluzione, in primis il filosofo savoiardo Joseph de Maistre (1753-1821), uno degli esiti inevitabili del disfacimento del mondo tradizionale promosso dai “novatori” che patrocinano i diritti naturali, al di là della loro determinazione concreta, è l’inedita collocazione della scelta individuale come fondamento della politica. Entro tale quadro teorico, Burke non può che deplorare le convinzioni e l’opera politica e giuridica degli eredi dei philosophes d’Oltremanica: l’autore anglo-irlandese mostra con ampiezza nelle Reflections on the Revolution in France (1790) che essi non si avvedono che considerare i diritti validi universalmente ed incentrati su ogni singolo individuo significa trasformarli nella mina capace di far saltare il «patrimonio generale di esperienza accumulato dai popoli nel corso di lunghi secoli».
Se, nei recenti fatti di Francia, il pensatore britannico scorge un Illuminismo che si ribella contro se stesso, egli crede possibile salvare la civiltà dalla barbarie rivoluzionaria, ma solo a patto che non si dimentichi di utilizzare anche talune “armi” metodologiche e concettuali fornite dai testi montesquieuiani. A questo proposito, in una lettera del gennaio 1790, Burke è netto: l’eredità teorica del filosofo francese va sottratta dall’uso strumentale che, a suo giudizio, ne stanno facendo gli irresponsabili rivoluzionari d’Oltremanica. Il «nuovo sistema francese» gli sembra portare i segni «dell’incombente ignoranza di questa età altamente non illuminata, la meno qualificata per la legislazione»; già dai primi atti politici e legislativi dei capi della Rivoluzione, risulta chiaro che gli insegnamenti di Montesquieu – che è, come scrive il teorico dublinese nella sua epistola, «uno scrittore colto e ingegnoso e talvolta un pensatore dei più profondi» – non sono stati per nulla seguiti, sicuramente perché nessuno legge con serietà e ponderazione l’Esprit des lois. In Voltaire (1694-1778) e Jean-Jacques Rousseau (1711-1778) vanno individuati i responsabili morali di ciò che sta accadendo a Parigi, non certo in Montesquieu che, Burke non ha dubbi, «[s]e fosse vissuto adesso, sarebbe certamente tra i fuggiaschi di Francia». Posizioni di questo genere ricorrono in parecchi testi dell’autore britannico, da An Appeal from the New to the Old Whigs alle celeberrime Reflections on the Revolution in France.
Nel 1791, alla fine del suo An Appeal from the New to the Old Whigs, Burke elogia il contributo montesquieuiano, mettendone particolarmente in rilievo due aspetti essenziali in cui egli si riconosce, vale a dire una visione progressiva dello sviluppo della società civile e la difesa della costituzione inglese. In effetti, lo statista britannico deduce da quest’ultima la sua teoria: è necessario che una costituzione sia formata da una serie di poteri, istituzioni e princìpi che si controbilanciano l’un l’altro, funzionando – scrive Burke nella sua Letter to the Sheriffs of Bristol (1777) – alla stregua di «molti ostacoli per frenare e ritardare il precipitoso corso della violenza e dell’oppressione». In questo quadro, egli mira a difendere i tre princìpi che animano la costituzione “mista” inglese – il democratico, l’aristocratico e il monarchico – ogni volta che uno di essi rischia di soccombere a causa degli altri due. Rimane sempre in agguato, infatti, il doppio pericolo dell’abuso di potere e dello sgretolamento del mondo tradizionale sotto i colpi di quel «dispotismo» che Burke paragona al mare tempestoso che s’infrange sulle coste della Gran Bretagna: «La nostra costituzione è come la nostra isola che usa e contiene il mare a lei assoggettato; invano mugghiano le onde» (Speech on a Motion Made in the House of the Commons, the 7th of July 1782, for a Commite to Inquire into the State of Representation of the Commons in Parliament).
L’autore anglo-irlandese si mostra assai preoccupato delle insidie della nuova teoria della sovranità popolare sostenuta dai rivoluzionari francesi e da ambienti intellettuali britannici. Egli afferma che in passato si è sempre cercato di impedire alla «moltitudine» di avere nelle mani il «potere attivo»; lo stesso Montesquieu, ricorda Burke, ha criticato la democrazia diretta delle repubbliche antiche, dal momento che prevedere, al medesimo tempo, l’esercizio e il controllo del potere è una cosa irrealizzabile.
Dinanzi alla costituzione francese del settembre 1791, con la quale si sancisce solennemente che la sovranità è una, indivisibile, inalienabile, imprescrittibile ed appartenente alla nazione, il pensatore anglo-irlandese considera nel 1793 una simile dichiarazione «stupida» e «dannosa», in quanto vi si confonde «l’origine del governo del popolo» con «la continuazione di questo nelle sue mani» (Observations on the Conduct of the Minority). Tale enunciazione, a suo avviso, non rappresenta altro che una delle immediate conseguenze dello sconvolgimento del tradizionale sistema di votazione per ordine: due anni prima, infatti, i rivoluzionari del Terzo Stato hanno deciso di riunirsi insieme e di votare per testa; in questo modo, è stato sovvertito l’ordinamento plasmatosi storicamente. Già Montesquieu, egli spiega, si era con saggezza prodigato per mettere in evidenza i rischi connaturati all’affermazione dello «spirito d’uguaglianza estrema» (De l’Esprit des lois): se non si pone un freno istituzionale e consuetudinario ad ogni cittadino che ambisca ad essere uguale a coloro che devono comandare, il rispetto per le autorità inevitabilmente viene ben presto meno e, dunque, è destinato a scomparire qualsiasi senso di deferenza verso i magistrati, i senatori, gli anziani, i genitori, i mariti e i padroni. La concezione della rappresentanza illustrata da Montesquieu, infatti, asseconda il modello britannico che Burke difende, e nel quale il potere legislativo è integrato anche dalla presenza di un’assemblea ereditaria di nobili dotata della faculté d’empêcher. Per entrambi gli autori, bisogna respingere l’ipotesi che prevede l’incarnazione del potere sovrano in un’unica assemblea legislativa, come è avvenuto – viceversa – durante la Rivoluzione francese, e addirittura senza un potere esecutivo, in mano ad un re, che vi prenda parte con un’analoga «facoltà d’impedire».

viernes, 3 de julio de 2009

La Guerra Justa según Michael Walzer: Conferencia magistral del Dr. Dick Tonsmann


UNIVERSIDAD NACIONAL MAYOR DE SAN MARCOS
Viernes Filosófico
Auditorio de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas
Viernes 10 de Julio
11:30 a. m.

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