Acceso en pdf en la Biblioteca Saavedra Fajardo de Pensamiento Político Hispánico
José Ignacio Moreno
El de Maistre del Perú
Víctor Samuel Rivera
Hay pensadores de la verdad, pero hay también pensadores angustiados de la verdad. Carl Schmitt no se equivocaba al escribir en su Interpretación europea de Donoso Cortés que es el pánico el mejor gestor en la búsqueda de la verdad en la historia. Pensaba Schmitt en las acusaciones de depresión severa y aun cierta demencia que encuentran en Juan Donoso Cortés. ¿Y quién era este personaje depresivo, a quien se acusa de loco? Donoso fue el gran reaccionario español del siglo XIX. En él una experiencia del pánico vino junto con una prognosis de la historia política y social del Occidente. Si Schmitt está en lo cierto, hay una cierta complicidad ontológica entre la depresión, una especie de locura ansiosa y la verdad de la historia futura. Se observa rápidamente que este cuadro es apropiado de manera esencial para los pensadores que ven con pesimismo el futuro. Para los que, ante lo que sienten que va a acontecer, el futuro aparece bajo la forma esencial de una amenaza. Éste es el lugar para el Conde Joseph de Maistre, Donoso y el conjunto de la Escuela que se llama “teológica”. Para el propio Carl Schmitt y también para Martin Heidegger. Estos pensadores cuya maestra es la depresión y el miedo son más amigos de la historia que otros buscadores de la verdad, porque su relación con la verdad se entiende en alguna medida como una responsabilidad humana, de la cual no puede desligarse la nada del dolor de la culpa. En ella la acción del hombre coincide con el sentido final de un todo del que el hombre no puede excusarse. El pensador de la historia, el teólogo político adquiere un cierto don que acompaña sus alterados estados. Ese don es la profecía. Es en la experiencia del pánico, en el terror, cuando el pensador se asoma al insondable precipicio, que le sale al encuentro la verdad y puede reconocerla. Es un vacío, pero no es la nada, sino que siendo vacío, lo es todo. Para el que está envuelto en pánico, el centro de la experiencia es una altura, real o analógica: la altura es insoportable, y el hombre enloquece; pero la altura es privilegiada, pues resulta ser la altura donde acaece el sentido de la historia por venir. Esta altura inusual hace del abismo el lugar por antonomasia para quien está al borde, cuyo pensamiento gesta. Ante la caída inminente, los teólogos, los profetas, comunican una verdad que sospechan no será muy exitosa entre aquellos a quienes la suerte los ha librado de la vista del abismo.
En marzo de 1822 evaluaba la Revolución Francesa y su secuela social y política un brillante presbítero guayaquileño. Dictaba fulminante su discurso ante el selecto auditorio la Sociedad Patriótica de Lima, los sabios profesores de la Universidad de San Marcos y lo más iluminado de la nobleza peruana. Tenemos el resumen de su ponencia impreso e el periódico El Sol del Perú, en su edición del 28 de marzo. El estamento clerical del Reino oscilaba entonces entre el temor y el desconcierto. Lo más destacado del clero, incluidos los obispos, habían sido ardorosos defensores de la causa del Rey don Fernando VII y es natural pensar que ahora, tan poco tiempo después de sus cartas pastorales contra la independencia, fueran presa del pánico ante ese porvenir desconocido. El Arzobispo de Lima, Monseñor las Heras, se embarcaba para España y dejaba vacante la sede apostólica de Lima. Los monjes de la ciudad debían juramentar o seguir igual suerte. El Santo Padre no reconocía la independencia del Río de la Plata, ni en general la de ninguno de los Estados separados del Imperio Español. Desde 1820 la guerra civil empobrecía al Perú. Tropas extranjeras encabezadas por el General José de San Martín ocupaban la capital del Reino y la independencia había sido proclamada. Un cierto optimismo alumbraba la imaginación de los comprometidos con la revolución. San Martín deseaba continuar la monarquía como un Estado independiente, como era ya el caso en el Brasil. Imaginamos el presagio normal. La escenografía que la Corte tenía ante sus ojos todavía era la opulenta capital de la monarquía peruana, intacta, llena de tesoros de arte y cultura. Las campanas de la Catedral doblaban a la media mañana las rodillas de los fieles de Lima. En este ambiente, despreocupado de sus miedos, los nobles ilustrados concentraban la atención en la voz del presbítero de Guayaquil, el defensor de la monarquía. Era José Ignacio Moreno (1767-1841). Moreno hizo un paralelismo entre la historia de la Revolución en Francia y la situación presente: guerra civil, anarquía y falta de orden. Hizo un segundo paralelismo con la España de las Cortes de Cádiz, y vio lo mismo. Entonces, como antes de Maistre o luego Donoso, elevó un diagnóstico de crisis y una prognosis catastrófica. Lo hizo con disimulo. Pausado. Enfático. Esperaba al Perú la suerte de la Francia y de la España. “Plantificar la forma democrática” –acotó Moreno- en un país donde “el pueblo está habituado a las preocupaciones del rango, a las distinciones del honor y a la desigualdad de las fortunas”, “sería sacar las cosas de sus quicios y exponer el Estado a un trastorno”. Sería “un error semejante al que han cometido las Cortes de España”. El diagnóstico evidente es que había que contener la revolución. El pronóstico es que, de no hacerlo, “la república libre será como un torrente que se sepulta en un abismo”.
Es poco (casi nada) lo que se ha estudiado de Moreno, pero hay que decir de este cura que fue, a su manera, el Conde de Maistre del Perú. Durante el siglo XIX Moreno fue extremadamente famoso en los círculos afectos a la escuela de los teólogos. Tuvo que haberlo sido. Es lo único que justifica el éxito de sus obras de política religiosa, que fueron reimpresas varias veces en medio del mediocre pensamiento republicano de su tiempo. Escribiría su experiencia de angustia sobre la fama de sus primeras obras, redactadas aún antes de consumarse la independencia: el Diálogo sobre los diezmos y sus Cartas Peruanas (1826). Simón Bolívar vendría poco después del discurso de 1822 desde la Gran Colombia para culminar la supresión del Reino Peruano, del que iba a retirarse en 1827 con el deseo frustrado de acabar allí como Presidente Vitalicio. Las ciudades se despoblaban y una guerra civil permanente ahogaba en la miseria al antiguo Reino, que oscilaba gracias al nuevo lenguaje de la libertad entre la dictadura y la anarquía (1827-1854). Es durante la guerra civil que siguió al retiro de Bolívar que Moreno compuso su opus maius, el Ensayo sobre la supremacía del Papa (1831). Es en gran medida una polémica con el Padre Francisco Javier de Luna Pizarro, así como con otros famosos sacerdotes ultraliberales que deseaban la completa sumisión del clero al Estado. Este ensayo es el único documento de intención política que reivindica, de manera explícita y ardorosa el Du Pape (1819), la famosa obra de Joseph de Maistre, un fustigante pie incómodo en las páginas de la revolución y el progreso. La obra de Moreno habría de ser reimpresa varias veces, incluso fuera del Perú. Ningún otro tendría más el valor de citar a de Maistre de manera laudatoria durante el siglo XIX peruano. Habría que esperar un siglo antes de que eso volviera a ser posible en la pluma extremosa del más nerviosamente alterado pensador de los abismo, el Marqués de Montealegre de Aulestia.
Volvamos a 1822. Como pensador, Moreno tenía el privilegio de experimentar ese vértigo en el que el abismo tiene mucho que decirle del futuro. No era el único, sin embargo, pues los sermones y directivas eclesiásticas de los últimos obispos de la Monarquía confirman esta misma tendencia en la hermenéutica del nuevo “lenguaje de la libertad”. Pero Moreno se abstendría del incendiario lenguaje con que los obispos y clérigos regulares condenaban la independencia en términos de impiedad y libertinaje. Buscaría, ya que en el entorno de la incierta Corte nueva de San Martín, aprovechar la fama de su grueso expediente, sino en el carro de la revolución, en su modesto costado. Haber destacado como científico y sabio durante tres décadas le abrió de pronto los salones del mundo nuevo que se asomaba. Su historial, desde la óptica del carro de la revolución, no podía ser más auspicioso. Siendo él ya del rango de los que contactan la verdad en la hondura de la depresión, resultaba ahora el compañero de los entusiastas, el amigo de los optimistas. Estaba en vértigo, desde la paz que es la esencia de todo torbellino.
Moreno había sido vicerrector del Real Convictorio de San Carlos, una institución educativa que en los últimos años de la Monarquía había sido el semillero intelectual del auditorio al que dirigía su discurso. Como sabio y cadetrático, había sido colaborador de grandes ilustrados peruanos del siglo XVIII. Estos mismos, cuando se produjo el cambio de régimen, serían las personalidades de San Martín, de Bolívar y de la república. En 1822 los tenía a todos al frente. Toribio Rodríguez de Mendoza, el científico Mariano de Rivero, los marqueses de Montealegre y Torre Tagle, al golpe de unos meses presidente y vicepresidente de la república. Moreno había sido también miembro de la Sociedad de Amantes del País, entidad que publicó a inicios de la década de 1790 el periódico ilustrado Mercurio Peruano, entonces bajo el auspicio de las autoridades. Luego del cierre del Mercurio en 1795, en que la publicación cayó en desgracia, lo ubicamos de párroco en Nepeña, Checras, Huánuco y Huancayo, unas localidades más bien modestas que sugieren tempranas discordancias. Pero su fama de sabio y gran orador no se vio mermada por ello. En 1817 fue nombrado profesor de retórica en el Colegio del Príncipe y, para la llegada de San Martín, era parte del Coro de la Catedral de Lima. De este Moreno, el sabio, no podía creerse sino que era un amigo de las nuevas ideas, de “los principios liberales”. ¡Qué sorpresa aguardaba a los nobles de la Sociedad Patriótica ese día de marzo de 1822!
Si nos dejamos sugerir por las correlaciones históricas, es fácil inferir que, hacia 1820, Moreno había cambiado rotundamente de opinión en lo referente al significado de las revoluciones. Existe un discurso suyo de 1813 en que elogia la Constitución de Cádiz, que sabemos deplora como un “error” en 1822. El discurso de ese año elogia tímidamente la libertad. Pero coloca la esencia de la democracia en el conocimiento de los “verdaderos intereses”, así como en la acción de “deliberar en común”. Rápidamente, sin embargo, recae con benevolencia en el lugar común más notorio de los defensores del régimen antiguo, que es la unidad en torno al gobierno paternal. “La democracia es un refinamiento de la política” que supone “luces avanzadas sobre la naturaleza de la sociedad civil” y es “un medio reflexivo para curar el mal de la tiranía”. Pero –advierte a los nobles y cultos miembros de su auditorio-, no es posible a la gran masa “calcular por sí misma sus propios intereses si no se pone a las manos de uno solo que, ayudado de las luces de los sabios” “gobierne al punto de grandeza, prosperidad y gloria al que se puede aspirar”. La idea de deliberar en común, pues, no parece viable. En clave racionalista, señala un argumento que luego, los astutos miembros ilustrados de la Sociedad Patriótica comprenderían que era un lugar común del Contrato Social de Jean-Jacques Rousseau. La concentración del poder es directamente proporcional a la extensión del Estado y al número de los habitantes. Un país grande, muy poblado y complejo, más aún, un país opulento y rico debe reconocer que el poder concentrado es la norma racional. La república, en cambio, es un poder difuso, proporcional a países pequeños, que en la historia humana son excepcionales.
Para Moreno, Atenas, la joven Roma y Esparta deben compararse con Persia y Egipto. “Roma misma” –acota- “que amaba con entusiasmo su libertad, desde que se dilató por sus conquistas, no pudo sostenerla en el choque de los partidos y de la guerra civil”. Los romanos comprendieron que por “su misma grandeza y opulencia” debían “rendirse a la necesidad de sujetarse al poder de uno solo en Octaviano y en los sucesores suyos en el Imperio”. Esperaba Moreno persuadir a la Corte de que lo que era válido para Roma era también conveniente para Lima. Se requería, pues, de un Imperio: Allí estaba la historia reciente de Francia, que había caído en el abismo. Roma y París: allí estaban las cartas del destino. Pero Moreno debe haber pensado ya que hacia delante sólo había boletos camino a París, y su discurso (como profecía) era más una lamentación que una exhortación al entusiasmo. El paralelismo con Francia desembocaba, pues, en un triste pronóstico. Como en Francia y España, el régimen de las “ideas liberales” era el abismo frente al cual era necesario lo que él llamó la “reacción moral”. En impecable lenguaje tomado de las ciencias naturales, se llegaba a la conclusión de que el carro de la revolución era incompatible con la libertad que pregonaba y que, en cambio, en esas condiciones, “el mismo amor a la libertad” no iba a corresponder al “mismo odio a la tiranía”. En buen cristiano: una vez que el carro de la revolución llegara a su meta, lo esperaría impaciente un tirano, un tirano que ya no sería más un padre. “Desde ese momento el Estado –dice Moreno- será despedazado por las facciones y el poder será la presa del más fuerte”.
José Ignacio Moreno, el profeta político, debe haber incomodado no poco a su auditorio de 1822. Diagnosticó una crisis, profetizó una catástrofe. Poco después, José Faustino Sánchez Carrión, el Solitario de Sayán, redactaría una fulminante apología del republicanismo que es la único que recordamos cuando nuestra educación nos dobla la mirada al origen del Perú independiente. Moreno, famoso por sus dotes oratorias, sorprendió con la idea de la reacción moral. Terminó su discurso invocando la Ilíada de Homero. Enfatizando poderoso su tono profético de orador sagrado, Moreno asume la voz de la patria. “El amor sincero y ardiente de la Patria levanta su voz para decir con Ulises, al tiempo de reunir éste a los griegos delante de las murallas de Troya: No es bueno que muchos manden, uno solo impere, haya un solo Rey” (Iliada, Lib. 2, v. 20k). Troya era la Lima de las disputas americanas; Ulises aquél que habría de abatir la ciudad, la Ciudad de los Reyes para luego, en viaje de regreso, volver a los brazos atentos de Penélope. Es evidente que San Martín era así advertido: nos destruirás y te irás y aquí, nosotros, en vano, esperaremos un Rey. En 1826 Moreno recibió el cargo de arcediano de la Catedral. Según parece, la anarquía posterior del país iba a ir apagando su influencia, aunque no su pluma. Cuando en 1831 publicó su Ensayo sobre la supremacía del Papa tuvo ya ante sus ojos el diagnóstico comprobado y el pronóstico cumplido. Tal vez, rodeado ya entonces de la doble fama infame de ultramontano y monárquico, recordaba uno de los tantos sermones del clero antes del triunfo de la revolución, como aquél de 1811 del Padre Ignacio González Bustamante: “¡Pueblos que os abrasáis en el fuego de la rebelión, abrid los ojos antes que lleguéis al punto de precipitaros a un abismo de males! Mirad que os engañáis, pues á lo que hoy prestáis vuestra devoción mañana serán vuestro verdugo”.
martes, 12 de octubre de 2010
José Ignacio Moreno, el monarquista desconocido del Perú
Publicado por Víctor Samuel Rivera en 21:54
Etiquetas: Conde Joseph de Maistre, José Ignacio Moreno, monarquismo, ultramontanismo
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