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sábado, 25 de diciembre de 2010

¿Cuán plural es el "pluralismo" postmoderno?


¿Cuán plural es el "pluralismo" postmoderno?

Miguel Ángel Quintana Paz


Sumilla

Desde su nacimiento, el pensamiento postmoderno ha venido inconcusamente abogando a favor de la pluralidad de modos de vida, de principios epistémicos, de normas morales y de formas de abordar el espacio de lo político. Ahora bien, algunos filósofos han reprochado a este presunto “pluralismo” de los postmodernos el reposar sobre un monismo no por escondido menos ferviente: el monismo que defendería una única forma de actuación (la tolerancia universal) como sola norma ubicua de comportamiento, y que excluiría por tanto (a pesar de su presentación como tolerante y abierta a las diferencias) a todos aquellos que no comulgasen con tal Axioma Único de la tolerancia absoluta. ¿Es correcta esta crítica a los postmodernos? Nuestra comunicación argumenta que pareja objeción capta un elemento importante de la propuesta postmoderna: que esta no puede considerarse como una simple apuesta a favor del “todo vale” en el ámbito social, ya que, en verdad, no todo vale para ella; quedan excluidas de su modelo de validez las conductas violentas que coartan de un modo u otro la pacifica coexistencia de los diferentes. Ahora bien, esta “limitación” del pluralismo postmoderno, lejos de ser una lacra de tal programa, es lo que podría volverlo atractivo a nuestros ojos: pues, mas allá de toda inanidad y conformismo, permite que se convierta en un plan de acción contra cualquier limitación arbitraria de la libertad ajena, siguiendo (acaso de manera ligeramente verwunden) el dicto agustiniano de Ama et fac quod vis (con su ineludible correlato de “Ama, y deja hacer lo que se quiera, siempre que no vaya contra ese amor”).

* * *

Me complacería consagrar mi intervención a analizar cierta objeción que se suele lanzar contra el pensamiento postmoderno y contra su perenne reivindicación del pluralismo (ya sea este epistemológico, moral, político, estético). Pero a su vez me gustaría aventurar después un posible tentativo de refutación de pareja objeción. Tal refutación, además, persigue precisar, por así decirlo, la cara que debería adoptar la postmodernidad para resultar consecuente consigo misma; y esa precisión acaso haga la postmodernidad algo más atrayente para nuestros afanes hodiernos. Vamos a todo ello.

La susodicha objeción a la que me gustaría referirme es aquella que acusa a la postmodernidad de sufragar un pluralismo solo aparente. Según esta crítica, lo que se estaría auspiciando entre líneas cuando los pensadores postmodernos elogian la pluralidad de modos de vida, de principios epistémicos, de normas éticas o de configuraciones políticas –en suma: la pluralidad de las interpretaciones de la realidad–, no sería sino una nueva monotonía, el monologismo de la universal tolerancia entre las interpretaciones presuntamente “plurales”. Es decir, en último termino, se aspiraría a implantar en la praxis un nuevo tipo de identidad e igualdad de lo que en el fondo es lo mismo (Sameness), identidad que acomunaría en una insulsa tolerancia mutua a múltiples perspectivas que, al fin y al cabo, serian solo anecdóticamente diferentes, por cuanto habrían de ser iguales en lo fundamental: en su capacidad de convivir y respetarse acrítica y recíprocamente unas a otras, sin poner en especiales aprietos tal statu quo de presunta multiplicidad. El filosofo esloveno Slavoj Žižek ha resultado especialmente penetrante al formular así este tipo de invectiva:

“Filósofos tan distintos como Alain Badiou y Fredric Jameson han señalado, a propósito de la actual celebración de la diversidad de estilos de vida, como este crecimiento de las diferencias reposa en un subyacente Uno, esto es, en la radical obliteración de la Diferencia, de la brecha antagonista. [...] En todos estos casos, en el momento en que introducimos la “creciente multitud”, lo que estamos diciendo en efecto es exactamente lo opuesto, la subyacente Mismidad [Sameness] que lo invade todo; es decir, la noción de una brecha radical antagonista que afecta al cuerpo social entero es obliterada: la sociedad sin antagonismos es aquí el “contenedor” realmente global en el cual hay suficiente espacio para toda la multitud de comunidades culturales, estilos de vida, religiones, orientaciones sexuales...”

No podemos detenernos a abordar aquí más extensamente ni la descripción pormenorizada de este impulso postmoderno hacia lo plural, ni su justificación teórica, ni su vinculación con el problema de la multiplicidad de las interpretaciones; acaso sea útil para ello, si se nos permite la auto cita, acudir a los siguientes textos: Miguel Ángel QUINTANA PAZ: “Instiga la hermenéutica de Gadamer el autoritarismo o ¿Más bien nos dota de acicates antiautoritarios?”, en VV. AA. J. J. ; Materiales del Congreso Internacional sobre Hermenéutica Filosófica “El legado de Gadamer”, Granada: Departamento de Filosofía de la Universidad de Granada, 2003, 237-245; Miguel Ángel QUINTANA PAZ: Normatividad, interpretación y praxis, Salamanca: Ediciones de la Universidad de Salamanca, 2004, § 3.4.; Miguel Ángel QUINTANA PAZ: “On Hermeneutical Ethics and Education: ≪Bach als Erzieher≫”, en J. Fukač, A. Mizerova y V. Strakoš (eds.): Bach: Music between Virgin Forest and Knowledge Society, Brno: Compostela Group of Universities, 2002, 49-109; Miguel Ángel QUINTANA PAZ: “Alaska, Heidegger y los Pegamoides. En torno a la movida madrileña, en tono culturalista”, en V. del Rio García (ed.): Cortao, Salamanca: El Gallo, 1998, 100-135. Slavoj ŽIŽEK: Bienvenidos al desierto de lo real. Alepo pensamiento: Alepo net.art + net. Critique. http://aleph-arts.org/pens/ (he modificado ligeramente la traducción para facilitar la comprensión).

Žižek considera que una sociedad pluralista y ubicuamente tolerante –tal como la que proponen los postmodernos–, al mismo tiempo que liquida todo antagonismo radical, tacha también cualquier diferencia real dentro de sí, cualquier “brecha” drástica. Ahora bien, ¿Por qué habría de existir en la sociedad, pese a todo, una brecha antagonista, una fisura entre dos orillas enfrentadas? Porque, si no hay un enfrentamiento binario e irreconciliable, entonces no podemos hablar más que de una unidad monolítica (la Sameness), más o menos camuflada bajo el aspecto de una pluralidad creciente? El pensador esloveno lo explica así: Existe una razón filosófica muy precisa por la cual el antagonismo debe residir en una diada, esto es, por que la “multiplicación” de las diferencias reafirma al subyacente Uno. [...] En un análisis dialectico, incluso cuando tenemos la impresión de múltiples especies, tenemos que buscar a las especies excepcionales que dan cuerpo de manera directa al género en sí: la verdadera Diferencia es la “imposible” diferencia entre esta especie y todas las demás. [...] Cuando la diada antagonista es reemplazada por la evidente “creciente multitud”, la brecha que se halla así obliterada es, en consecuencia, no solamente la brecha entre el contenido diferente dentro de la sociedad, sino la brecha antagonista entre lo Social y lo no Social, la brecha que afecta la verdadera noción Universal de lo Social.

En este universo de la Mismidad [Sameness], la manera principal de la apariencia de la
Diferencia política es generada por el sistema bipartidista, esa apariencia de la opción en la que básicamente no hay ninguna. [...] Esta opción política no puede sino recordarnos el problema que sentimos cuando queremos un edulcorante artificial en una cafeterianorteamericana: la siempre presente alternativa del Nutra-Sweet Equal y el High & Low, de bolsitas azules y rojas, en donde casi cada uno tiene sus preferencias (evite las rojas, tienen sustancias cancerígenas, o viceversa...) y este apego ridículo a la opción de cada uno no hace sino acentuar el absoluto sin sentido de la alternativa. [...] Por supuesto, la respuesta postmoderna a esto sería que el antagonismo radical emerge solo a medida que la sociedad es aun percibida como totalidad: .no fue acaso Adorno quien dijera que contradicción es diferencia bajo el aspecto de identidad? De modo que la idea es que con la era postmoderna, el retroceso de la identidad de la sociedad involucra simultáneamente el retroceso del antagonismo que parte en dos el cuerpo social; lo que recibimos a cambio es el Uno de la indiferencia como el medio neutral en el cual la multitud (de estilos de vida, etc.) coexiste. La respuesta de la teoría materialista a esto es demostrar cómo este verdadero Uno, este territorio en común en el que múltiples identidades florecen, reposa de hecho en determinadas exclusiones, y esta sostenido por un invisible quiebre antagónico.

La cita es larga, pero puede dar una imagen sin distorsiones del argumento completo de
Žižek: cuando anulamos toda oposición binaria en la sociedad, o cuando la hacemos trivial (como ocurre en el sistema político bipartidista, o al elegir la marca de sacarina en una cafetería), entonces se estaría permitiendo la emergencia de un nuevo “todo”, un nuevo “territorio común” (el Uno de la Sameness). Esa unidad queda definida primordialmente por parte de ciertos miembros del cuerpo social, que la encarnan mejor que otros: son las especies determinadas que “dan cuerpo al género” que se ha convertido en hegemónico, los casos concretos que se corresponden mejor con el modelo único que se ha logrado implantar de modo exclusivo y excluyente como “lo Social” y “Universal” (en el caso postmoderno, tales especies que encarnarían el género universal hegemónico de lo social podrían estar representadas por los agentes o practicas que resulten especialmente tolerantes respecto a otros en el trafico social a la manera que recomiendan los postmodernos). Ahora bien, la diferencia radical, la
“brecha” que divide binariamente la sociedad permanece, aunque quede “obliterada” y disfrazada mediante el elogio de una sola de sus fases, la faz hegemónica (la “tolerante”, aquí): se trata precisamente de la brecha que existe entre ese modelo privilegiado y todos aquellos agentes que no pueden aspirar a él, que están excluidos a priori de su alcance. (En nuestro caso, se trataría de la brecha entre quienes pueden disfrutar de la universal tolerancia postmoderna y la de aquellos que, por causa de haber sido excluidos de diferentes formas de esa entente, no pueden hacerlo). La tarea de una filosofía “materialista” como la que Žižek propone sería la de revelar tal quiebre y su Žižek cita, en este sentido, a Ernesto Laclau, para el cual “es inherente a su noción de hegemonía la idea de que, entre los elementos particulares (significantes) hay uno que directamente ≪colorea≫ el significante vacio de la universalidad imposible en sí misma, de manera que, dentro de esta constelación hegemónica, oponerse a este significante particular equivale a oponerse a la ≪sociedad≫ en sí” (Slavoj ŽIŽEK: “You
May!”, London Review of Books, vol. 21, n. 6 [18 de marzo 1999]). El papel que juegan para Laclau los elementos hegemónicos en una sociedad se corresponde, pues, con las “especies particulares” que encarnan para Žižek el género que se ha convertido en la mejor expresión del Uno, y que representan la nueva autoridad normativa para toda la sociedad (esto es, representan el tipo de universalidad que se quiere extender como preponderante, y que juzgara a sus enemigos como enemigos del todo, de la “sociedad en si”) exclusiones, para desmentir la pretendida universalidad del modelo Uno, el “de la multiplicidad”, al denunciar la opresión que ejercita sobre aquellas diferencias que no caben en el (en nuestro caso, aquellas alternativas radicales que se oponen a la pacifica tolerancia mutua postmoderna de la que hoy solo pueden disfrutar algunos).

La crítica de Žižek incide de lleno sobre un aspecto fundamental para el pensamiento social contemporáneo: ¿debe considerarse la sociedad de acuerdo con un único criterio dualista, que la divide entre “excluidos” e “integrados”? O lo cierto es que las exclusiones son múltiples, y por lo tanto todos estamos en algún sentido “estigmatizados”, como diría Goffman, así como todos estamos en algún sentido integrados –aunque ello conduzca, a la postre, a que todos participamos en un mismo Uno de pluralidades, sin atrincheramientos netos tras la fractura en dos barricadas–? Žižek parece optar por la primera opción, con el fin de escapar a la unidad forzada que implica la segunda alternativa; ahora bien, .no resulta también en exceso monolítico y excluyente el privilegiar según esa estrategia sólo un criterio como juez del quiebre de la sociedad en dos? Bajo la aparente denuncia del Uno que subyace a las múltiples pertenencias en un caldo de tolerancia, Žižek en el fondo estaría apostando por un Uno aun más estricto: el Uno de la única diferencia, el único antagonismo “real”, el solo patrón de exclusión que se admite como relevante, independientemente de lo que quieran considerar relevante los agentes sociales. Žižek, en suma, bajo la excusa de la denuncia del uniformizo de la tolerancia, no haría sino devolvernos hacia una antigua uniformidad, la que decide metafísicamente que la diferencia y el antagonismo relevante es solo uno, como uno era durante la “guerra fría” el criterio que fundamentaba la división en bloques. Si de verdad ansiamos escapar a la monotonía del Uno postmoderno, como quiere defender Žižek, no parece que el mejor camino para ello sea volver, como propone el mismo, a un fundamentalista Criterio Único que estipule qué exclusión es la verdaderamente interesante. La aparente apuesta de Žižek por desmontar la Unicidad postmoderna se queda pues, una vez que es analizada detenidamente, en una mera reivindicación de otra Unicidad, ya bastante anciana por cierto (la Unicidad del Criterio Único que divide la sociedad en dos); y por lo tanto parece contradictorio unirse a este filosofo en la crítica al Uno postmoderno por el mero hecho de que este sea
Uno, si lo único que se va a hacer al final es reinventar otro Uno meridianamente anejo.
Con todo, a la crítica de Žižek –a pesar de estos defectos con que cuenta por mor de su querencia materialista-marxista y su tentativo de instaurar de nuevo el viejo criterio único de exclusión–, no le falta perspicuidad: ciertamente, cuando la postmodernidad parece favorecer una pluralidad de interpretaciones que sean pacientemente tolerantes las unas para con las otras, un nuevo principio (esa tolerancia no violenta) aspira a hacerse persuasivo para el mayor número posible de trasfondos interpretativos; en cierto sentido, tal principio es un nuevo rasgo unitario que desmentiría la absoluta pluralidad entre diferentes trasfondos interpretativos: “Podéis ser como queráis, si, a condición de que seáis uniformes en la tolerancia hacia los demás que nace de la conciencia de que en el fondo vuestras interpretaciones no tienen fundamentos absolutos últimos”. La pluralidad por la que abogarían los postmodernos seria una pluralidad abastanza tímida, por consiguiente: en el fondo, quedarían fuera de ella cuantos creen aun en ciertos fundamentos esenciales... es decir, quedarían fuera de ella cuantos no son postmodernos.

¿Cabe ofrecer alguna respuesta desde la filosofía postmoderna a esta objeción o, por el contrario, debe considerarse esta crítica como razón suficiente para abandonar el proyecto postmoderno y tildarlo, como aventuran los organizadores de la mesa redonda en que nos encontramos, de “frustrado”? En nuestra opinión, conviene ser cautos y no apresurarse a despreciar el programa postmoderno in tota, pues contiene sin duda numerosas virtudes cuya feracidad aun queda por explorar6. Y además, la critica apuntada al “pluralismo” postmoderno acaso sirva para apurar en que solo sentido este es plausible, y que versiones adulteradas de él deben postergarse.

De hecho, si algo cabe deducir de esta objeción es que, efectivamente, si el pluralismo postmoderno se entiende como un “todo vale”, entonces la propuesta postmoderna no es ni puede ser en ese sentido “pluralista”. Ello, con todo, no sería un defecto de tal propuesta, sino lo único que le permite a tal posición el tener normativamente algo que decir en el debate filosófico actual. Desde el momento en que no todo vale, evidentemente ciertas formas de lo plural se privilegian, y otras se desprecian7. En este sentido es cierto que el “pluralismo irrestricto” queda aminorado. Ahora bien, de lo que se trata no es de buscar un principio que pudiese favorecer un pluralismo sin ningún tipo de restricciones (solo el silencio no restringe ni matiza... con el inconveniente de que tampoco favorece nada, ni a los pluralistas ni a sus enemigos). El reto intelectual verdadero consistirá, mas bien, en que la restricción del pluralismo sea la mínima posible, si es que consideramos aun la tolerancia como una virtud estimable. Y parece que la propuesta postmoderna cuenta con buenas credenciales para cumplir tal cometido de restringir al mínimo el pluralismo tolerante: por cuanto solo se excluye de ella a aquellos que, precisamente, se excluyen de ella (es decir, aquellos que, con su actitud violenta, intentan extinguir el pluralismo). La única uniformidad es el desprecio de la uniformidad que intentan imponer los agentes violentos (en los diversos disfraces que puede adoptar tal “violencia”); la única concordancia universal que se busca fomentar es el reparo ante la concordancia universal; el único rasero que se aplica por igual a todos es el que les limita en una talla lo suficientemente pequeña como para que no acaben extirpando a los demás miembros de esa pluralidad y socaven, por consiguiente, ésta. Solo hay una “mismidad” que se les propone a todos: el refreno del impulso hacia el logro violento de una total “mismidad” (esto es, el logro del totalitarismo). Lo único que se intenta silenciar es las practicas violentas que tratan de silenciar. No es el mismo acallamiento (ni refrena igualmente el pluralismo) el de quien cierra la boca del canon y el de quien cierra la boca del interlocutor: sobre todo, si el que cierra la primera boca lo hace para evitar que la segunda sea acallada definitivamente.

En suma, criticas como las de Žižek ayudan a reconocer que la postmodernidad no deberá implicar nunca un pluralismo sin límites, amorfo, sino un pluralismo bien concreto, limitado tan solo por su anhelo de erradicar cualquier reducción violenta del mismo: lo que Vattimo9 ha llamado “el límite de la caridad”, limite que limita las posibilidades plurales de la propuesta postmoderna al dejar fuera de ella las posibilidades violentas (las que atentan contra ese pluralismo mismo). Y este único "limite de la caridad” que se impone a la pluralidad postmoderna .no podría resultar afín al agustiniano Ama et fac quod vis –con su imprescindible correlato de “dejar hacer” a los demás cuanto quieran, con tal de que no atenten contra ese mandamiento del amor–? .No debería, entonces, considerarse con nuevos y más amables ojos la propuesta postmoderna por parte de cuantos apreciamos los valores del pluralismo y la tolerancia? Al menos en lo que atañe a esta su noción de “pluralismo”, creemos que una evaluación seria de tal faceta postmoderna abundaría precisamente en esta dirección.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Posmodernidad a la Foucault

martes, 28 de julio de 2009

Habermas y Benedicto XVI


Lal bases morales prepolíticas del Estado liberal
Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger
(actual Papa Benedictus XVI)

Comentarios sobre el libro conjunto Dialéctica de la secularización (2003)

Jimmy Hernández
Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima


I. Jürgen Habermas
Jürgen Habermas comienza su intervención con la interrogante planteada ¿fundamentos prepolíticos del estado democrático? Esto quiere decir que si el estado liberal secularizado necesita apoyarse en supuestos normativos prepolíticos, esto es, en supuestos que no son el fruto de una deliberación y decisión, y, la hacen posible. Sin embargo, para Habermas “esta pregunta pone en duda la capacidad del Estado constitucional democrático de recurrir a sus propias fuentes para generar su presupuestos normativos, así como la sospecha de que depende de tradiciones autóctonas, cosmovisivas o religiosas, y en cualquier caso de tradiciones éticas vinculantes para la colectividad también ajenas a él mismo” (Dialéctica de la Secularización). Esta respuesta no debe sorprendernos, porque en su sistema de pensamiento no puede ser de otro modo. Esto deriva de la influencia notoria de la versión del liberalismo kantiano por él desarrollada., y que algunos de esos aspectos principales los argumenta en esta exposición. En sus mismas palabras dice: “el liberalismo político (que defiendo en la figura especial de un republicanismo kantiano) se entiende como una justificación no religiosa y postmetafísica de los principios normativos del Estado constitucional democrático. Esta teoría se sitúa en la tradición de un derecho racional” (p.27).

Al juicio de Habermas, el propio proceso democrático es capaz de salir garante de sus presupuestos normativos, sin necesidad de recurrir para ellos a tradiciones religiosas o cosmovisivas. Y no sólo da esta afirmación sino que se atreve a decir que la vida democrática posee una dinámica propia que la capacita asimismo para suscitar virtudes políticas en los ciudadanos y los anima a la participación activa y comprometida en la gestión de la RES PUBLICA. Habermas también se muestra preocupado por los temas de siempre, la fundamentación no metafísica de los valores modernos y la racionalización de la cultura política, aunque no los desarrolle muy a fondo. Porque para él “la base de la constitución del Estado liberal tiene la suficiente capacidad para defender su necesidad de legitimación de forma autosuficiente, es decir recurriendo a existencias cognitivas de un conjunto de argumentos independientes de la tradición religiosa y metafísica” (pp. 30-31). El Estado democrático se fundamenta a partir de las fuentes de la razón práctica. No obstante, aunque estos fundamentos sean sólidos no quiere decir que son inmunes a todo peligro. Puesto que una mala inteligencia de la secularización puede provocar la indiferencia política por parte de aquellos ciudadanos que no se siente suficientemente reconocidos en la esfera pública (p. 28).


Luego nos dirá que solamente se realiza la solidaridad ciudadana dentro de la sociedad política liberal, por abstracta y jurídica que esta sea, cuando los principios de justicia han penetrado previamente el denso entramado de los diferentes conceptos culturales (pp. 34-35). Este punto nos parece de vital importancia. Puesto que Habermas ha dicho claramente que la sociedad liberal puede darse a sí misma sus bases morales, sin embargo admite unas fuentes espontáneas de las que se alimenta el ciudadano. “Así podría decirse que en cierto modo el estatus de ciudadano está insertado en una sociedad civil que se alimenta de fuentes espontáneas, si ustedes quieren, «prepolíticas»” (p. 32). Está, además, consciente del poder configurador de nuestra existencia, que en un mundo globalizado como éste, tienen los mercados, los cuales no están sujetos a un control democrático como podemos ver en la cotidianeidad. Ya que “los mercados, que no pueden evidentemente someterse a un proceso democrático como las administraciones estatales, asumen cada vez más funciones de orientación en ámbitos de la vida, que hasta ahora habían estado recogidos normativamente, esto es mediante formas políticas o prepolíticas de comunicación (p. 36). La consecuencia es que no sólo cada vez más aspectos privados se orientan por el propio beneficio y las presencias individuales, sino que también la misma cultura se estaría valorizando según criterios de mercado. La debilidad de los mecanismos reguladores del derecho internacional aumenta en los ciudadanos la sensación de estar sometidos a dinámicas incontrolables y fomenta la tendencia a la apatía política, por este motivo en la actualidad se ve un “creciente desanimo frente a la capacidad política de la comunidad internacional que contribuye a aumentar la despolitización ciudadana” (p. 36).


Teniendo en cuenta todo este contexto que preocupa seriamente a Habermas, él sostiene que la secularización ha de entenderse hoy como un proceso de aprendizaje recíproco entre el pensamiento laico heredero de la Ilustración y las tradiciones religiosas. “Ambas posturas, la religiosa y la laica, si conciben la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje complementario, pueden tomar en serio mutuamente sus aportaciones en temas públicos controvertidos también entonces desde un punto de vista cognitivo” (pp. 43-44). Éstas pueden aportar un rico caudal de principios éticos que fortalezcan los lazos de solidaridad ciudadana sin los que el Estado secularizado no puede subsistir.

Desde la filosofía de Habermas, una variante del liberalismo político, el respaldo de las instituciones ya no puede ser religioso o metafísico: debe ser racional. La ley que regula al Estado se fundamenta en las mismas condiciones que hacen posible el diálogo entre ciudadanos, quienes están involucrados de una u otra forma en el procedimiento legislativo. Ambos están llamados a vivir más que en la tolerancia, en el entendimiento que se fundamenta no en lo que los distingue, sino en lo que los hace iguales: la razón. La sola tolerancia no basta, puesto que las consecuencias de esta tolerancia no están repartidas simétricamente entre creyentes y no creyentes, tal como se pone de manifiesto en la legislación más o menos liberal sobre el aborto. Por eso mismo la conciencia laica paga un precio por gozar de la libertad negativa que representa la libertad religiosa (p. 45).

Manifiesta, Habermas, que una visión del mundo laicista ya no es sostenibles en una sociedad democrática que el llamará postsecular, la cual pone en un mismo nivel a los creyentes y a los no creyentes sin excluir ni marginar a ninguno. “La neutralidad cosmovisiva del poder estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del mundo laicista” (p. 46). Los creyentes y los no creyentes han de vivir en una sociedad democrática que valore sus conceptos religiosos y no los desestime como mera irracionalidad ni falta de verdad. Aunque su lenguaje siga siendo religioso “los ciudadanos secularizados, en cuanto que actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje religioso a las discusiones públicas” (pp. 46-47).
Finalmente Habermas explica que para que se dé una auténtica simetría a la hora del diálogo, tanto los creyentes como los no creyentes, han de hacerse entender, es decir, los creyentes deben saber expresarse de modo que los no creyentes entiendan, pero los no creyentes también deben expresarse en un lenguaje que los creyentes puedan entender claramente,“una cultural liberal política puede incluso esperar de los ciudadanos secularizados participen en los esfuerzos para traducir aportaciones importantes del lenguaje religioso a un lenguaje más asequible para el público general” (p. 47).


Joseph Ratzinger (hoy Papa Benedictus XVI):

Ratzinger también habla sobre el contexto histórico actual y de las exigencias que de él se derivan. Presentándonos los dos síntomas de una evolución apresurada: el surgimiento de una sociedad de dimensiones mundiales, y, el crecimiento de las posibilidades que tiene el hombre de producir y de destruir (p. 51).
El encuentro de las culturas en un mundo globalizado, sumado al poder destructivo de la técnica humana, hace necesario encontrar una base ética común que regule la convivencia de los hombres y de los pueblos. No está claro que la democracia esté en condiciones de garantizar una base ética semejante. La democracia opera de acuerdo con el principio de las mayorías, pero la historia nos enseña que también las mayorías pueden ser ciegas e ignorar los derechos legítimos de las minorías. Y se pregunta “¿Se puede seguir hablando de justicia y de derecho cuando, por ejemplo, una mayoría, incluso grande, aplasta con leyes opresivas a una minoría religiosa o racial?”(p. 54). Sin embargo, a pesar de todo, la democracia sigue siendo una propuesta válida, porque “la garantía de la participación en la formación del derecho y en la justa administración del poder es la razón esencial a favor de la democracia como la más adecuada de las formas de ordenamiento político” (p. 54).
Ratzinger no dudad en afirmar que hay “algo que precede a cualquier decisión de la mayoría y que debe ser respetado por ella” (p. 55). Puesto que existen “valores permanentes que brotan de la naturaleza del hombre y que, por tanto, son intocables en todos los que participan de dicha naturaleza” (p. 55). Reconoce también que se dan patologías religiosas y pone como ejemplo el caso particular el terrorismo religioso de Osama Bin Laden: “Los mensajes de Bin Laden presentan el terror como la respuesta de los pueblos débiles y oprimidos a la arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a su presunción, a su blasfema arrogancia y a su crueldad” (p. 57). Sostiene, además, que la religión ha de mantener un diálogo permanente con la razón, diálogo que la purifica y la resguarda de tales excesos. Así mismo se dan en nuestro tiempo algunas patologías de la razón: basta con pensar en la bomba atómica o en la fabricación de seres humanos en el laboratorio. La racionalidad también debería reflexionar sobre los desastres que producen sus sueños y comprender las reacciones contrarias que genera. Estas patologías de la razón son fruto de una arrogancia de la razón que no es menos peligrosa; más aún considerando su efecto potencial, es todavía más amenazadora demostradas con la bomba atómica y el ser humano entendido como producto. Por eso también a la razón se le debe exigir, a su vez, que reconozca sus límites y que aprenda a escuchar a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Si se emancipa totalmente y renuncia a dicha disposición a aprender, si renuncia a la correlación, se vuelve destructiva (p. 67).


Existe una necesaria correlatividad entre razón y fe. En Europa ese diálogo tendrá como interlocutores a la razón occidental secularizada y a la religión cristiana. Esto se puede y se debe decir sin caer en un falso eurocentrismo. Ambas caracterizan la situación mundial como ninguna otra fuerza cultural. Pero ello no significa que nos podamos desentender de las demás culturas (p. 68). Es sumamente importante que las dos grandes componentes de la cultura occidental estén dispuestas a escuchar y desarrollen una auténtica correlación también con esas culturas (p. 68). Pero esto no quiere decir que deban ser excluidas las demás confesiones religiosas, sino por el contrario éstas deben prestar todo aquellos de bueno, bello y verdadero que tengan para cimentar una sociedad más humana. Hablando con propiedad sería una correlación necesaria de razón y fe, de razón y religión, que están llamadas a purificarse y regenerarse recíprocamente, que se necesitan mutuamente, y deben reconocerlo (pp. 67-68).

Finalmente, para Ratzinger es obvio que el laicicismo de la modernidad racionalista domina el actual panorama espiritual. Con todo, razón y fe son complementarias antes que enemigas. Además, queda claro que la razón tiene sus propias patologías, no menores ni menos mortíferas de las que la religión sufrió en el pasado. Atrocidades históricas aparte, y pese a que superficialmente no parezca así, desde un exclusivo plano doctrinal el ecumenismo de la fe católica manifiesta una mayor disposición a la relación con lo distinto que la cultura liberal


BALANCE GENERAL:

Cuando Habermas toca el tema de la religión, lo hace integrando en ella su teoría de los tipos de racionalidad, en la de la acción comunicativa, y en las reflexiones de una época postmetafísica. El fenómeno religión es analizado desde la perspectiva de la epistemología, de la antropología y de la sociología, e integradas en su teoría de la comunicación posteriormente. Ya que en un primer momento Habermas desestima la religión, puesto que dentro de las condiciones de simetría, cuando habla de la ausencia de coacción, establecía que en el diálogo los presupuestos religiosos, que el creyente llevaría consigo a la hora del acto comunicativo, lo deshabilitarían para una búsqueda desinteresa (no teleológica) del consenso. Sin embargo, en un segundo momento tomaría en mayor consideración a la religión por sus contenidos morales que la ética racional no podría dar, como es el caso del sacrifico, que desde la pura razón contradice la virtud de la justicia “de dar a cada uno lo que le corresponde”. En este momento Habermas daría un paso adelante en su propio sistema ya que la coherencia y la fidelidad a las condiciones de simetría de la teoría de la acción comunicativa lo obligarían a realizarlo.


Para Ratzinger la religión, al unísono con Habermas, será una auténtica fuente normativa para las democracias abúlicas siempre que se admita que los principios del orden moral y civil fluyen de la naturaleza divina. Porque detrás de ese reconocimiento vendrán los necesarios valores para el mundo moderno cuyo ateísmo amenaza, incluso, la dignidad de la persona misma. Ratzinger explota a fondo los gestos concesivos de Habermas y extrae de ellos la exigencia de restaurar la centralidad de la fe en un mundo que ya no cree en nada. Para Ratzinger es obvio que el laicicismo de la modernidad racionalista domina el actual panorama espiritual. Con todo, razón y fe son complementarias antes que enemigas. Además, queda claro que la razón tiene sus propias patologías, no menores ni menos mortíferas de las que la religión sufrió en el pasado. Sin embargo, sigue siendo una cura para la sola razón que también tiene patologías aún peores que las ocasionadas por la fe.
Ratzinger cree en una verdad objetiva que el diálogo está llamado a identificar. Habermas está persuadido de que la verdad es fruto del diálogo y no existe con independencia de éste. En este último punto es en el que podemos ver claramente la diferencia esencial entre el realismo de Ratzinger y la ética del consenso de Habermas. Como ya hemos desarrollado, Habermas cree que la acción comunicativa no tiene como finalidad la obtención de la verdad, sino el consenso. Y fruto de éste se obtendrá la verdad, pero ésta no es anterior, sino consecuencia del consenso.
En cambio Ratzinger cree firmemente que si las personas pueden llegar a un consenso es precisamente porque antes que el acto comunicativo existe la verdad, que es anterior y en virtud de la cual es posible entenderse y llegar a un acuerdo.
A pesar de estas diferencias ambos se muestran de acuerdo en que el diálogo como tal es imprescindible para lograr el entendimiento. Además, no hay discrepancia en la afirmación: “en el diálogo (entre fe y razón) han de participar todas las mentalidades y todas las culturas”. Por lo tanto, concuerdan ambos en la conclusión, pero los medios para llegar a él es lo que los hace discrepar en sus posturas políticas.

sábado, 23 de mayo de 2009

Las promesas cumplidas del liberalismo

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