Derrida el circunciso (parte IV, última)
Jimmi Hernández
Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima
El segundo punto surge como consecuencia del primero, para estar mejor ligada, y esto nos recuerda que si entendemos la religión como religare, volver a ligar a unir, Derrida está diciendo que el alejarse de la verticalidad dura del edificio de la alianza hace que él se una más a ese Dios que le ha mandado a cuidar de la alianza. Salir de la marginación es entrar en la ligación, en la unión de todos los que buscan la verdad por encima de todas las cosas, independientemente de su cultura y su religión. La fidelidad al Dios de la alianza no debería separarnos de los demás, por el contrario, debería unirnos más, ligarnos más, y eso nos haría verdaderos homines religiosi, hombres religados con Dios y con los demás hombres.
El tercer punto sería el leerse cada vez peor, esto significa que los demás no sabrán leer los actos del verdadero cumplidor de la alianza, a simple vista parecen actos infieles, no coherentes ni trasmisores del tesoro de la alianza, sin embargo, no se desligan de Dios, y por el contrario, están más unidos a Él. Por lo cual, algunos podrían acusarlo de a-teo, a-religioso. Es decir, no ligado, no unido, separado, des-ligado.
Todo esto nos muestra cómo para los que no saben leer los signos de unión, de ligación, llamarán a Derrida el falso profeta, el falso guardián de la alianza, el infiel, el circunciso incircunciso. Por otro lado, él en su integridad e intimidad no ha dejado nunca de identificarse con la misión que ha elegido cargar bajo sus hombros. Nunca ha renegado de ella, nunca la ha aborrecido, la ha amado y llevado hasta el último de sus días.
Derrida es el circunciso, es la Alianza viviente, es el Profeta que cuida de la Alianza: Elías. Este recuento narrativo de la identidad de Jacques Derrida a la luz de sus propias reflexiones en Circonfesión serán muy importantes a la hora de estudiar la deconstrucción y sus investigaciones sobre la escritura. Es indispensable no perder de vista en todo momento este hilo conductor que hemos comenzado a deshilar y que servirá para no perdernos en el laberinto que en la lectura de sus textos y en la comprensión de su pensamiento podríamos aterrizar.
El tema que atraviesa toda la vida, y posteriormente el pensamiento de Derrida, como ya ha sido dilucidado, es la inscripción. Ésta se presenta como marca y huella, que dan sentido de pertenencia y de exclusión, de diferencia y de identidad. La inscripción en el cuerpo, o la escritura del cuerpo es la circuncisión, con todo lo ya dicho sobre ella. El primer encuentro con una huella Derrida lo atraviesa en el reconocimiento de sí mismo en su cuerpo, en su ser un circunciso. En sus años de niñez, juventud y madurez vivirá en su propia carne (circuncisa) la experiencia de la marginación (el antisemitismo) a través de su identidad de judío. Ha sido un marginado a causa de una inscripción que no puede borrar, ya que no es sólo la marca de cuerpo sino que es ante todo la marca de una tradición que le sale al encuentro.
Este mal de lo propio, de la identidad, impregna toda la obra de nuestro autor, aparece pues deconstruyendose a sí mismo, a través de su dolencia pensante que lo hace creer en que existe una forma (al menos racional) de mostrar al marginado (al inscrito) como un ser que también puede llegar a formar parte de la historia y ser reivindicado en esta misma historia que no se ha cansado de negarle existencia e identidad de todas las formas posibles.
La deconstrucción toma su nombre con un talante de descentralización (o descentramiento) a fin de afirmar lo que se niega tradicionalmente. La deconstrucción es inscripción de la inscripción marginadora y marginada. El marginado (el circunciso) comienza a des-circuncidarse a través de una nueva inscripción, que comenzará a llamarse deconstrucción y su autor, el deconstructor.
Por todo lo expuesto, la filosofía de Jacques, la deconstrucción, se presenta como un método filosófico de reivindicación del marginado.
viernes, 1 de abril de 2011
Derrida el circunciso (parte IV, última)
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miércoles, 23 de marzo de 2011
Derrida: El circunciso (parte III)
Elías y la Alianza
La circuncisión, Elías y la Alianza están conectadas íntimamente. No es posible hablar de una o uno de ellos sin hacer alusión a los tres. En primer lugar, Elías fue un gran profeta, si no el más grande de los profetas de Israel, que según la tradición bíblica fue asunto al cielo en cuerpo y alma (2 Re 2, 11). De vez en cuando baja a la tierra para vigilar y acompañar al pueblo de Dios en su camino hacia la salvación. Además se le encarga la misión de asistir al pueblo de Israel en la brit milah, la circuncisión. Recordemos que había explicado anteriormente que en la sinagoga se separan dos asientos: uno para el padrino y otro para el profeta Elías.
El profeta Elías había condenado a los israelitas por su infidelidad a la Alianza hecha con Dios, desde ahora en adelante él velaría por la fidelidad a esta alianza y para ello debía presenciar el rito de la circuncisión en persona. Es el profeta más escatológico, y por eso mismo, el más esperado de todos. El profeta Malaquías había profetizado que Elías vendría antes que el Mesías para prepara su camino (Mal. 3, 23). Algunos israelitas en la fiesta de Pascua dejan una copa llena de vino y una ventana abierta con la esperanza de que Elías baje y entre en su casa por la ventana y celebre con ellos la liberación el pueblo.
Y qué tiene que ver todo esto con nuestro tema. Simplemente que Derrida tenía otro nombre aparte de Jacques, su otro nombre nunca escrito, y nunca inscrito era “Elías”. Este nombre estaba oculto, se refugiaba en la intimidad del hogar, de la familia. No podía salir al exterior de ninguna manera, ni escrita, ni inscrita. Era el nombre abstracto que le había llegado, que lo hacía el elegido, el querido, el responsable de una alianza que no le estaba permitido explicitar, ni comunicar. Era el guardián de nada. El guardián de su historia, de su pacto, de su compromiso y el de todos los judíos. Era una misión recibida, sin recibirla, ya que no había ninguna señal de aquella recepción. Por lo mismo, fue él mismo el que se eligió como el guardián de la alianza, y se atribuirá el apelativo de “el último judío”.
Elías a la vez es uno y otro, no sólo es el nombre del más grande profeta de Israel, también es el nombre del tío de Derrida, aquél que abandonó a su familia y de quien nadie más habló en casa. Es un desconocido, es un otro, es un marginado. Por eso, Elías es también el nombre de otro imprevisible al que se le debe guardar un lugar. No del que venimos hablando hasta ahora, sino otro Elías o Elías el otro, y sin embargo, Elías puede ser uno y otro a la vez, no se puede invocar la presencia de uno sin el riego de convocar también al otro. Es el parasitaje de un Elías, del otro que implica siempre el yo. Al hablar de Derrida o Derrida al hablar de sí convoca a todo aquel que no es él, invita al diálogo con todos los no-Derrida y en ellos se reconoce Derrida.
Con el apelativo de profeta describirá Rorty la personalidad de Heidegger y Derrida , aunque este título para él no presentará la misma acepción que según nuestro parecer presentaría la figura del profeta en Derrida. Por el contrario, para Rorty será causa de desestimación por carecer de universalidad en sus planteamientos y en sus métodos.
Siguiendo con la descripción de Elías, podemos decir que es el más escatológico de los profetas, y por los mismo, el más esperado de ellos, como lo hemos expuesto más arriba. Y Derrida afirma que el mundo nunca le ha perdonado que sea el escatológico más esperado , de esta manera él explícita su identificación con Elías y su ministerio. Su nombre y ministerio oculto, marginado, aborrecido y anhelado.
De esta manera Derrida surge en el mundo como un profeta que busca custodiar la fidelidad a una tradición que le es ajena, para él la alianza será siempre un edificio judío . Y la fidelidad a ese edificio será de alguna manera heterodoxa, es decir, no legítimo. Y el profeta de este género será un falso profeta, un profeta infiel a una tradición que debe defender. Y ¿qué pasa si dicha tradición no es fiel a la misma alianza que defiende?
Derrida se expresa de sí mismo como “el más auténtico de los profetas falsos”. Este apelativo podría darnos a entender que es un profeta infiel, un dimisionario de la alianza. Sin embargo, parece que nuestro amigo se ha mantenido más fiel que cualquier otro profeta. No tolera la alianza se que eleva hacia el cielo y cierras las puertas más que para el pueblo judío. A esa alianza es a la que es infiel. Sin embargo, la pureza a de la alianza a Dios, la fidelidad a Dios, nunca la ha perdido. Dios es una constante en su vida y que ha recibido a través de la misma diversos nombres . En el siguiente párrafo se expresa de manera clara fidelidad al Dios de la Alianza:
"… el tiempo cambiado de mi escritura, la grafía, por haber perdido su verticalidad interrumpida, casi en cada letra, para estar cada vez mejor ligado pero leerse cada vez peor desde hace casi veinte años, como mi religión .
En esta analogía entre religión y escritura, podemos extraer algunos puntos claves en tanto su fidelidad al Dios de la Alianza. En primer lugar está la verticalidad, es decir este edificio judío del que se hablaba anteriormente. Una verticalidad que separa, divide, aleja y margina. El paso de los años ha hecho que su cercanía con esta verticalidad se haga más ausente, es decir, comienza a alejarse cada vez más de este medio de marginación.
El segundo punto... lo seguiremos en otro post.
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martes, 15 de marzo de 2011
Derrida, el circunciso (II parte)
Derrida, el circunciso (II parte)
La circuncisión
Jimmy Hernández Marcelo
Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima
Derrida se define a sí mismo como el circunciso, y para él esto significa ser cultivado, podado, cortado, purificado. Pero al mismo tiempo marcado en el cuerpo para siempre. No tiene recuerdo de aquel ritual de marcación, pero sí queda en su cuerpo la presencia perpetua de aquel momento. No se puede escapar de él, lo sigue donde quiera que va, lo atormenta y no le permite olvidar quién es y de dónde viene, y también hacia donde tiene que llegar. Por eso, la circuncisión es el hilo conductor de sus obras, porque es lo que lo hace escribir. Para aquellos que no sepan exactamente qué es la circuncisión, aunque creo que hoy en día casi todas las personas saben algo sobre ella, haremos una breve presentación sobre el tema. En la tradición religiosa y cultural de los hebreos o judíos se realiza una ceremonia de consagración del niño recién nacido. El Padre es el responsable de preparar la ceremonia, que debe realizarse por la mañana temprano y le precede una vigilia ritual consagrada a los rezos donde los padres pasan recibiendo las felicitaciones de sus amigos. El término hebreo para designar a la circuncisión es milah, pero la expresión completa es brit milah, donde brit significa “alianza”. En efecto, esta circuncisión se practica para recordar el pacto establecido entre Yahvé y Abraham, en el que éste sería hecho “padre de muchedumbre de gentes” (Gen. 17,4). En la ceremonia el niño tiene dos padrinos: un padrino y una madrina, como en el bautismo cristiano. A este respecto Derrida dirá que cuando en su familia, y ha de entenderse que también las familias judías de la zona, alguien debía circuncidarse llamaban al rito bautismo, para simular que se referían al rito cristiano y no al judío. Para el judío la circuncisión es única porque es cumplida con el cuerpo mismo, dejando la marca del pacto eterno con Dios sobre éste toda la vida. No cualquiera puede hacer la circuncisión. La persona que lleva a cabo el Brit es llamada “Mohel”. Es un maestro cirujano con experiencia especial en el ritual judío de la circuncisión. Para estar calificado como Mohel debe ser temeroso de Dios, un judío observante de la Torá, y conocedor de la gran cantidad de leyes judías y médicas correspondientes al Brit Miláh.
El ritual se realiza de esta manera: En la sinagoga existen dos asientos: uno para el padrino y otro para el profeta Elías con almohadones de seda. El padrino sienta al infante en sus rodillas y luego el circuncidante corta el prepucio con un cuchillo de acero diciendo: “Bendito seáis, Señor, que nos habéis ordenado la circuncisión”. Mezcla vino con la sangre del niño y lo bendice, a continuación le impone el nombre que los padres han designado para el niño. Luego pronunciado las palabras de Ezequiel: “Y yo dije: vivirás en tu sangre”, le moja los labios al niños con la mezcla de vino y sangre bendita. Esto también nos recuerda el sacramento de la Eucaristía de los cristianos, curiosamente también llamaban a la preparación en los ritos judíos “comunión” en la familia de Derrida . Seguidamente se recita el Salmo 128: “Bienaventurado el hombre que teme al Señor” .
Los detalles que se presentan en el proceso ritual en el que un recién nacido se convierte en judío, y por ende, en portador de la Alianza, son muy precisos y observados con extrema rigurosidad. Esto se debe a que se entiende, no como un proceso de pulcritud cultural, sino como un mandato divino, y como dicen los judíos, el mandamiento por excelencia. Así como en el cristianismo el bautismo marca en comienzo de la vida del cristiano, el nacimiento como hijo de Dios bajo la Nueva Alianza hecha por Jesucristo, en el judaísmo la circuncisión presenta la misma figura. Aunque ambos rituales tienen marcadas diferencias, la más significativa sería la marca o el signo que queda después del rito. En el cristianismo el sello es invisible, pues el niño queda marcado en el alma como hijos de Dios. No hay un signo visible de esta filiación, sin embargo está presente. Por el contrario, en el judaísmo el signo de la alianza es visible en el cuerpo, queda marcado el cuerpo. No sólo el circunciso puede ver la marca, sino todo el mundo distingue al circunciso, y precisamente esa es la intención: que todos reconozcan al circunciso. Todo esto gracias a la naturalización de un sello que se hace simbólico de un pacto imborrable.
Derrida se identifica con el nombre de “el circunciso”, y esto a qué se debe. Por qué Derrida se refiere a sí mismo como el “circunciso”. Y de la respuesta que daremos depende todo lo que desarrollaremos posteriormente con el tema que más le interesa: “la escritura”. Porque para Derrida la circuncisión es la escritura del cuerpo . Y todas sus obras lo único que tratan de hacer es explicar qué es la circuncisión.
En primer lugar, Derrida se enfrenta desde tierna edad a la dialéctica conflictiva de saber quién es él. Y que lo llevará a decir en sus años de madurez: “nunca sabré todo sobre mí”. El reconocimiento de sí mismo es fruto de una confesión sincera. Una confesión que abre al otro, se comunica al otro, porque quiere al otro. La confesión lleva en sí como conditio sine qua non la alteridad, la apertura. Porque “se confiesa siempre al otro”. La confesión es efusión de reconocimiento, sólo en el otro Derrida puede encontrarse a sí mismo. Al estilo de San Agustín, a quien suele llamar mi compatriota, a quien venera y admira , Derrida se nos confiesa como “el circunciso”, el inscrito en una tradición que lo identifica y lo somete.
Se re-conoce como un circunciso, porque es lo que ve, porque se lo han contado, porque es lo único de lo que sí tiene certeza que verdaderamente ocurrió, y además en él se ha cultivado, germinado. La misma circuncisión presenta una doble realidad, por un lado es cortar, separar, romper. La circuncisión corta no sólo el prepucio del recién nacido, sino además rompe con el mundo, separa en judíos y gentiles, no creyentes, infieles, enemigos de Dios, por eso son llamado incircuncisos, es decir, los que no han hecho alianza con Dios y por tanto, no pertenecen a su pueblo santo. Se entiende entonces que la circuncisión es un medio de marginación, de separación, de mantener fuera del contorno, fuera del alcance de la alianza. La alianza como en los rituales matrimoniales es circular, y los circuncisos son los que están dentro del circulo. Los incircuncisos están fuera
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viernes, 25 de febrero de 2011
Derrida, El Circunciso (Parte I)
Derrida, el circunciso: Elías el Guardián de La Alianza
Jimmy Hernández Marcelo
Facultad De Teología Pontificia Y Civil De Lima
El encabezado con el que comenzamos nuestra investigación podría resultar sugerente para algunos, para otros, resultaría incoherente y discordante. No obstante, creemos que desde esta perspectiva haremos una introducción a Derrida desde Derrida mismo, desde su proceso interno de desarrollo personal vital y también filosófico.
¿Quién es Derrida? Es una pregunta que abrirá muchas puertas en la comprensión de su forma de entender la filosofía y la vida misma. Describirlo como ser humano, como hombre que sufre, que llora y ríe, es mostrarlo como cualquier persona, que a su vez no es cualquier persona. La circuncisión, la Alianza y Elías serán piezas claves en la comprensión de la Deconstrucción. La forma cómo Derrida se relaciona con estas tres realidades marcarán para siempre su vida y su pensamiento. Porque en Derrida vida y pensamiento están compenetrados de tal forma que será imposible separarlos. Y si, por el contrario, intentáramos tratar de comprender lo que trató de dejarnos como forma de pensar y filosofar, cometeríamos un grave crimen hermenéutico.
Pensamiento y vida en Derrida no son sólo indisolubles porque lo que vivió sirvió para luego generar su sistema filosófico, sino sobre todo porque él vivió en él mismo lo que pensó. Es decir su propia existencia individual en este mundo influye doblemente en su pensamiento. Por un lado, como punto de partida; por otro, como punto de arribo, es decir, como lugar de aplicación concreta.
Además, Derrida se nos presenta en el mundo de la filosofía como un pensador contemporáneo. Y podríamos decir que es “el más contemporáneo de nuestros contemporáneo”. Ya que la originalidad de sus postulados lo hace comparable a Kant, Nietzsche o Heidegger. No obstante ha sido objeto de numerosas denuncias, así como también ha gozado de algunos aduladores, muchas veces, admiradores de una parte de su pensamiento pero no ven el todo de su obra. Éstos abundan sobre todo en lo que se ha venido denominando Crítica literaria o Teoría crítica.
Jacques Derrida ha llegado a ser conocido en el panorama mundial más por los partidarios de la crítica literaria que por sus planteamientos filosóficos. Sin embargo, nuestra investigación no sigue aquel rumbo, sino que por el contrario mostramos a Derrida como un gran pensador y filósofo contemporáneo. Es gestador de un método de hacer filosofía o de filosofar llamado deconstrucción. En este artículo trataremos de trazar una línea de tiempo en la que se integren coherentemente su vida y su pensamiento. Esta coherencia nos hará comprender de qué manera en Derrida no se puede hablar de períodos o de estilos de escritura. Puesto que su obra es un todo compacto y evolutivo, es decir, que sin perder la intención del principio, pasando por los diversos giros que se muestran en sus obras, como la que se podría interpretar a partir de 1974 con su obra Glas , en la que se ensayaría una evidente inclinación por la literatura más que por la filosofía, Derrida mantendría la fidelidad a las investigaciones que dieron origen a su pensamiento. Si es que la división no se hace como mera descripción pedagógica para acercarnos más a la pureza de su pensamiento, sino más bien con la intención de mostrar la imposibilidad lineal de presentación del itinerario intelectual de nuestro autor, esto último, según nuestro juicio, llevaría a una lectura errónea de la obra derridiana y de su ulterior interpretación.
Derrida es un judío circunciso no creyente, también es Elías, el guardián de la Alianza sellada entre Dios y los hombres y que tiene como misión velar por la fidelidad de la misma. Elías era su nombre no escrito, nunca revelado, siempre oculto y marginado. Su nombre, como todos los nombres judíos manifiesta su identidad, pero también su misión.
La circuncisión, Elías, la Alianza y Derrida son todos uno sólo, y a la vez no es ninguno de ellos. Son todo y nada. Son Derrida y su identidad que nunca ha llegado a conocer del todo y que han hecho de él un incansable buscador de identidad. La inscripción de la Alianza y ella misma es la inscripción de Dios con su pueblo perennizado en el cuerpo de cada judío. Elías como el inscriptor, o si se quiere, el pre-scriptor de la fidelidad de los hombre con Dios.
PD. Este post forma parte de una seguidilla de artículos sobre Derida que se irá publicando en el mes de marzo de 2011.
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martes, 28 de julio de 2009
Habermas y Benedicto XVI
Lal bases morales prepolíticas del Estado liberal
Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger (actual Papa Benedictus XVI)
Comentarios sobre el libro conjunto Dialéctica de la secularización (2003)
Jimmy Hernández
Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima
I. Jürgen Habermas
Jürgen Habermas comienza su intervención con la interrogante planteada ¿fundamentos prepolíticos del estado democrático? Esto quiere decir que si el estado liberal secularizado necesita apoyarse en supuestos normativos prepolíticos, esto es, en supuestos que no son el fruto de una deliberación y decisión, y, la hacen posible. Sin embargo, para Habermas “esta pregunta pone en duda la capacidad del Estado constitucional democrático de recurrir a sus propias fuentes para generar su presupuestos normativos, así como la sospecha de que depende de tradiciones autóctonas, cosmovisivas o religiosas, y en cualquier caso de tradiciones éticas vinculantes para la colectividad también ajenas a él mismo” (Dialéctica de la Secularización). Esta respuesta no debe sorprendernos, porque en su sistema de pensamiento no puede ser de otro modo. Esto deriva de la influencia notoria de la versión del liberalismo kantiano por él desarrollada., y que algunos de esos aspectos principales los argumenta en esta exposición. En sus mismas palabras dice: “el liberalismo político (que defiendo en la figura especial de un republicanismo kantiano) se entiende como una justificación no religiosa y postmetafísica de los principios normativos del Estado constitucional democrático. Esta teoría se sitúa en la tradición de un derecho racional” (p.27).
Al juicio de Habermas, el propio proceso democrático es capaz de salir garante de sus presupuestos normativos, sin necesidad de recurrir para ellos a tradiciones religiosas o cosmovisivas. Y no sólo da esta afirmación sino que se atreve a decir que la vida democrática posee una dinámica propia que la capacita asimismo para suscitar virtudes políticas en los ciudadanos y los anima a la participación activa y comprometida en la gestión de la RES PUBLICA. Habermas también se muestra preocupado por los temas de siempre, la fundamentación no metafísica de los valores modernos y la racionalización de la cultura política, aunque no los desarrolle muy a fondo. Porque para él “la base de la constitución del Estado liberal tiene la suficiente capacidad para defender su necesidad de legitimación de forma autosuficiente, es decir recurriendo a existencias cognitivas de un conjunto de argumentos independientes de la tradición religiosa y metafísica” (pp. 30-31). El Estado democrático se fundamenta a partir de las fuentes de la razón práctica. No obstante, aunque estos fundamentos sean sólidos no quiere decir que son inmunes a todo peligro. Puesto que una mala inteligencia de la secularización puede provocar la indiferencia política por parte de aquellos ciudadanos que no se siente suficientemente reconocidos en la esfera pública (p. 28).
Luego nos dirá que solamente se realiza la solidaridad ciudadana dentro de la sociedad política liberal, por abstracta y jurídica que esta sea, cuando los principios de justicia han penetrado previamente el denso entramado de los diferentes conceptos culturales (pp. 34-35). Este punto nos parece de vital importancia. Puesto que Habermas ha dicho claramente que la sociedad liberal puede darse a sí misma sus bases morales, sin embargo admite unas fuentes espontáneas de las que se alimenta el ciudadano. “Así podría decirse que en cierto modo el estatus de ciudadano está insertado en una sociedad civil que se alimenta de fuentes espontáneas, si ustedes quieren, «prepolíticas»” (p. 32). Está, además, consciente del poder configurador de nuestra existencia, que en un mundo globalizado como éste, tienen los mercados, los cuales no están sujetos a un control democrático como podemos ver en la cotidianeidad. Ya que “los mercados, que no pueden evidentemente someterse a un proceso democrático como las administraciones estatales, asumen cada vez más funciones de orientación en ámbitos de la vida, que hasta ahora habían estado recogidos normativamente, esto es mediante formas políticas o prepolíticas de comunicación (p. 36). La consecuencia es que no sólo cada vez más aspectos privados se orientan por el propio beneficio y las presencias individuales, sino que también la misma cultura se estaría valorizando según criterios de mercado. La debilidad de los mecanismos reguladores del derecho internacional aumenta en los ciudadanos la sensación de estar sometidos a dinámicas incontrolables y fomenta la tendencia a la apatía política, por este motivo en la actualidad se ve un “creciente desanimo frente a la capacidad política de la comunidad internacional que contribuye a aumentar la despolitización ciudadana” (p. 36).
Teniendo en cuenta todo este contexto que preocupa seriamente a Habermas, él sostiene que la secularización ha de entenderse hoy como un proceso de aprendizaje recíproco entre el pensamiento laico heredero de la Ilustración y las tradiciones religiosas. “Ambas posturas, la religiosa y la laica, si conciben la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje complementario, pueden tomar en serio mutuamente sus aportaciones en temas públicos controvertidos también entonces desde un punto de vista cognitivo” (pp. 43-44). Éstas pueden aportar un rico caudal de principios éticos que fortalezcan los lazos de solidaridad ciudadana sin los que el Estado secularizado no puede subsistir.
Desde la filosofía de Habermas, una variante del liberalismo político, el respaldo de las instituciones ya no puede ser religioso o metafísico: debe ser racional. La ley que regula al Estado se fundamenta en las mismas condiciones que hacen posible el diálogo entre ciudadanos, quienes están involucrados de una u otra forma en el procedimiento legislativo. Ambos están llamados a vivir más que en la tolerancia, en el entendimiento que se fundamenta no en lo que los distingue, sino en lo que los hace iguales: la razón. La sola tolerancia no basta, puesto que las consecuencias de esta tolerancia no están repartidas simétricamente entre creyentes y no creyentes, tal como se pone de manifiesto en la legislación más o menos liberal sobre el aborto. Por eso mismo la conciencia laica paga un precio por gozar de la libertad negativa que representa la libertad religiosa (p. 45).
Manifiesta, Habermas, que una visión del mundo laicista ya no es sostenibles en una sociedad democrática que el llamará postsecular, la cual pone en un mismo nivel a los creyentes y a los no creyentes sin excluir ni marginar a ninguno. “La neutralidad cosmovisiva del poder estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del mundo laicista” (p. 46). Los creyentes y los no creyentes han de vivir en una sociedad democrática que valore sus conceptos religiosos y no los desestime como mera irracionalidad ni falta de verdad. Aunque su lenguaje siga siendo religioso “los ciudadanos secularizados, en cuanto que actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje religioso a las discusiones públicas” (pp. 46-47).
Finalmente Habermas explica que para que se dé una auténtica simetría a la hora del diálogo, tanto los creyentes como los no creyentes, han de hacerse entender, es decir, los creyentes deben saber expresarse de modo que los no creyentes entiendan, pero los no creyentes también deben expresarse en un lenguaje que los creyentes puedan entender claramente,“una cultural liberal política puede incluso esperar de los ciudadanos secularizados participen en los esfuerzos para traducir aportaciones importantes del lenguaje religioso a un lenguaje más asequible para el público general” (p. 47).
Joseph Ratzinger (hoy Papa Benedictus XVI):
Ratzinger también habla sobre el contexto histórico actual y de las exigencias que de él se derivan. Presentándonos los dos síntomas de una evolución apresurada: el surgimiento de una sociedad de dimensiones mundiales, y, el crecimiento de las posibilidades que tiene el hombre de producir y de destruir (p. 51).
El encuentro de las culturas en un mundo globalizado, sumado al poder destructivo de la técnica humana, hace necesario encontrar una base ética común que regule la convivencia de los hombres y de los pueblos. No está claro que la democracia esté en condiciones de garantizar una base ética semejante. La democracia opera de acuerdo con el principio de las mayorías, pero la historia nos enseña que también las mayorías pueden ser ciegas e ignorar los derechos legítimos de las minorías. Y se pregunta “¿Se puede seguir hablando de justicia y de derecho cuando, por ejemplo, una mayoría, incluso grande, aplasta con leyes opresivas a una minoría religiosa o racial?”(p. 54). Sin embargo, a pesar de todo, la democracia sigue siendo una propuesta válida, porque “la garantía de la participación en la formación del derecho y en la justa administración del poder es la razón esencial a favor de la democracia como la más adecuada de las formas de ordenamiento político” (p. 54).
Ratzinger no dudad en afirmar que hay “algo que precede a cualquier decisión de la mayoría y que debe ser respetado por ella” (p. 55). Puesto que existen “valores permanentes que brotan de la naturaleza del hombre y que, por tanto, son intocables en todos los que participan de dicha naturaleza” (p. 55). Reconoce también que se dan patologías religiosas y pone como ejemplo el caso particular el terrorismo religioso de Osama Bin Laden: “Los mensajes de Bin Laden presentan el terror como la respuesta de los pueblos débiles y oprimidos a la arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a su presunción, a su blasfema arrogancia y a su crueldad” (p. 57). Sostiene, además, que la religión ha de mantener un diálogo permanente con la razón, diálogo que la purifica y la resguarda de tales excesos. Así mismo se dan en nuestro tiempo algunas patologías de la razón: basta con pensar en la bomba atómica o en la fabricación de seres humanos en el laboratorio. La racionalidad también debería reflexionar sobre los desastres que producen sus sueños y comprender las reacciones contrarias que genera. Estas patologías de la razón son fruto de una arrogancia de la razón que no es menos peligrosa; más aún considerando su efecto potencial, es todavía más amenazadora demostradas con la bomba atómica y el ser humano entendido como producto. Por eso también a la razón se le debe exigir, a su vez, que reconozca sus límites y que aprenda a escuchar a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Si se emancipa totalmente y renuncia a dicha disposición a aprender, si renuncia a la correlación, se vuelve destructiva (p. 67).
Existe una necesaria correlatividad entre razón y fe. En Europa ese diálogo tendrá como interlocutores a la razón occidental secularizada y a la religión cristiana. Esto se puede y se debe decir sin caer en un falso eurocentrismo. Ambas caracterizan la situación mundial como ninguna otra fuerza cultural. Pero ello no significa que nos podamos desentender de las demás culturas (p. 68). Es sumamente importante que las dos grandes componentes de la cultura occidental estén dispuestas a escuchar y desarrollen una auténtica correlación también con esas culturas (p. 68). Pero esto no quiere decir que deban ser excluidas las demás confesiones religiosas, sino por el contrario éstas deben prestar todo aquellos de bueno, bello y verdadero que tengan para cimentar una sociedad más humana. Hablando con propiedad sería una correlación necesaria de razón y fe, de razón y religión, que están llamadas a purificarse y regenerarse recíprocamente, que se necesitan mutuamente, y deben reconocerlo (pp. 67-68).
Finalmente, para Ratzinger es obvio que el laicicismo de la modernidad racionalista domina el actual panorama espiritual. Con todo, razón y fe son complementarias antes que enemigas. Además, queda claro que la razón tiene sus propias patologías, no menores ni menos mortíferas de las que la religión sufrió en el pasado. Atrocidades históricas aparte, y pese a que superficialmente no parezca así, desde un exclusivo plano doctrinal el ecumenismo de la fe católica manifiesta una mayor disposición a la relación con lo distinto que la cultura liberal
BALANCE GENERAL:
Cuando Habermas toca el tema de la religión, lo hace integrando en ella su teoría de los tipos de racionalidad, en la de la acción comunicativa, y en las reflexiones de una época postmetafísica. El fenómeno religión es analizado desde la perspectiva de la epistemología, de la antropología y de la sociología, e integradas en su teoría de la comunicación posteriormente. Ya que en un primer momento Habermas desestima la religión, puesto que dentro de las condiciones de simetría, cuando habla de la ausencia de coacción, establecía que en el diálogo los presupuestos religiosos, que el creyente llevaría consigo a la hora del acto comunicativo, lo deshabilitarían para una búsqueda desinteresa (no teleológica) del consenso. Sin embargo, en un segundo momento tomaría en mayor consideración a la religión por sus contenidos morales que la ética racional no podría dar, como es el caso del sacrifico, que desde la pura razón contradice la virtud de la justicia “de dar a cada uno lo que le corresponde”. En este momento Habermas daría un paso adelante en su propio sistema ya que la coherencia y la fidelidad a las condiciones de simetría de la teoría de la acción comunicativa lo obligarían a realizarlo.
Para Ratzinger la religión, al unísono con Habermas, será una auténtica fuente normativa para las democracias abúlicas siempre que se admita que los principios del orden moral y civil fluyen de la naturaleza divina. Porque detrás de ese reconocimiento vendrán los necesarios valores para el mundo moderno cuyo ateísmo amenaza, incluso, la dignidad de la persona misma. Ratzinger explota a fondo los gestos concesivos de Habermas y extrae de ellos la exigencia de restaurar la centralidad de la fe en un mundo que ya no cree en nada. Para Ratzinger es obvio que el laicicismo de la modernidad racionalista domina el actual panorama espiritual. Con todo, razón y fe son complementarias antes que enemigas. Además, queda claro que la razón tiene sus propias patologías, no menores ni menos mortíferas de las que la religión sufrió en el pasado. Sin embargo, sigue siendo una cura para la sola razón que también tiene patologías aún peores que las ocasionadas por la fe.
Ratzinger cree en una verdad objetiva que el diálogo está llamado a identificar. Habermas está persuadido de que la verdad es fruto del diálogo y no existe con independencia de éste. En este último punto es en el que podemos ver claramente la diferencia esencial entre el realismo de Ratzinger y la ética del consenso de Habermas. Como ya hemos desarrollado, Habermas cree que la acción comunicativa no tiene como finalidad la obtención de la verdad, sino el consenso. Y fruto de éste se obtendrá la verdad, pero ésta no es anterior, sino consecuencia del consenso.
En cambio Ratzinger cree firmemente que si las personas pueden llegar a un consenso es precisamente porque antes que el acto comunicativo existe la verdad, que es anterior y en virtud de la cual es posible entenderse y llegar a un acuerdo.
A pesar de estas diferencias ambos se muestran de acuerdo en que el diálogo como tal es imprescindible para lograr el entendimiento. Además, no hay discrepancia en la afirmación: “en el diálogo (entre fe y razón) han de participar todas las mentalidades y todas las culturas”. Por lo tanto, concuerdan ambos en la conclusión, pero los medios para llegar a él es lo que los hace discrepar en sus posturas políticas.
Publicado por Víctor Samuel Rivera en 11:05 17 comentarios
Etiquetas: Benedictus XVI, jimmy hernández, Jürgen Habermas, postmodernidad, secularización
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