La Zeitgeist
de la cultura dominante: la crítica de Macintyre al emotivismo (III parte)
Eder
Carhuancho
Facultad
de Teología Pontificia y Civil de Lima
Como
hemos dicho líneas arriba, el emotivismo es una consecuencia de la modernidad;
es decir, nos encontramos en una sociedad que es regida por el emotivismo.La
cual tiene como cantera la revolución del lenguaje; es decir, la destrucción
del lenguaje moral. El
nuevo lenguaje moral es insuficiente para una vida correcta. Nuestro lenguaje
moral es el producto de una catástrofe
producida por la modernidad. Cómo no hay criterios de racionalidad moral, no
hay ninguna norma que me indique que es moral y que no y por tantola
racionalidad ha desaparecido. El
lenguaje de la irracionalidad es el lenguaje actual de la moral.La época
posmoderna asume que no hay criterios de racionalidad puesto que el valor moral
no tiene ningún tipo de discusión; así el discurso moral ha desaparecido.
Los
lenguajes sociales y morales descansan en una filosofía del emotivismo que promueve
los juicios éticos sobre la base de sentimientos personales y preferencias. Así
nuestras conversaciones valorativas se han trocado en conflictos de opinión.
El
abanderado de la suscrita filosofía emotivista es Charles Stevenson. En Ética y
lenguaje, propone dos tipos de lenguajes:
A. Descriptivo: Aquí
tenemos preposiciones de tipo Verdaderas y Falsas. Estas proposiciones tienen
que ver con el conocimiento de los hechos. Ejemplo: “llueve”
B. Emotivo: No
podemos decir que son proposiciones verdaderas o falsas pues describen estados
mentales de satisfacción o de insatisfacción. Un valoración moral se traduce
por la idea de “a mí me gusta, te sugiero que a ti te guste”.
De
acuerdo a esta concepción del lenguaje, el mundo subjetivo se identifica con el
emotivismo que converge en la mera opinión, y el mundo objetivo sería el de los
hechos que describe la realidad. Desde
el s. XX el choque entre lo objetivo y lo subjetivo ha sido superado por la
consigna de que no existen los hechos morales sino las interpretaciones morales
de los hechos. Así ya no es relevante discutir sobre la verosimilitud de una afirmación,
sino más bien sobre la afabilidad de una expresión que se traduce por afirmar
lo políticamente correcto o lo socialmente aceptable argumentando que la
objetividad es una utopía y que todo es manipulable.
El
lenguaje emotivista, funciona como un instrumento para manipular, o en un
término más feliz, para influir. Es curioso que las conjeturas de Stevenson encuentren un eco concertador en la
teoría del significado de Grice; quien
sostiene en Las intenciones y el
significado del hablante que para que una persona X signifique no naturalmente algo (se entiende con no natural
aquello que los hablantes dicen más de lo que dicen literal y
convencionalmente), X tiene que tener
una tendencia a producir alguna actitud en un público y debe tener una
tendencia que se produce mediante esa actitud. Sin
embargo cuando decimos “Juana es una atleta” se significa no naturalmente que
Juana es alta. Stevenson dilucida este ejemplo apelando a una permisividad del
lenguaje, aludiendo que “los atletas pueden no ser altos” Así,distingue entre
lo que se quiere decir y lo que se sugiere. De lo dicho, “Juana es una atleta”
no significa que Juana sea alta sino que sugiere que Juana es alta.
He
tratado de ejemplificar la teoría emotivista utilizando el lenguaje, que
Stevenson llama, descriptivo. Sin embargo mi actitud remisa se consolida cuando
el filósofo estadounidense trata de aplicar los mismos cánones del lenguaje
descriptivo para el plano de la moralidad.Al decir que los juicios morales
expresan sentimientos o actitudes de aprobación o desaprobación identifica las
expresiones de preferencia personal con las expresiones valorativas, en este
sentido, al expresar, nosotros, nuestros sentimientos no estaríamos haciendo
otra cosa que influir en el sentir de los demás, rescindiendo la impronta
kantiana de que si no se le puede dar a una persona razones para actuar la
estoy manipulando.
Cuando
valoro emotivamente un hecho acontece que aprehendo la esencia de la acción y
la juzgo como justa y respetable si se encuentra en armonía perfecta con mis
emociones de simpatía; y, por lo contrario si descubro que no coinciden con mis sentimientos personales,
necesariamente habrán de parecerme injustas,
impropias e inadecuadas por los motivos que la mueven. Aquella trivial fabula,
tal vez pueda ilustrar indulgentemente aquello; donde un asno, un padre y su
hijo viajaban por un pueblo, que en la medida de la conmiseración de sus
habitantes calificaban de necio que no utilicen el asno para hacer menos pesado
el viaje; o de descaro que el padre monte sobre el animal y el pobre niño
camine; y de insolencia que el muchacho no de preferencia a su padre ya anciano.
Hasta
aquí he tratado de esbozar a grosso modo el estigma emotivista que circunda la
época vigente, que como ya he dicho en las líneas precedentes es resultado de
una cultura (no en el sentido ilustrado) dominante, que ha homogeneizado las
costumbres y eliminado su conciencia histórica perdiendo rigurosidad en los temas éticos. De aquí en
adelante me abocaré a ventilar la zeitgeist de nuestra hegemónica cultura
tratando, al final, de proponer una suerte de bastión para la ética
contemporánea que se funda en el telos
aristotélico. Todo ello a la luz deMacIntyre.
Hay
tres corolarios sintomáticos que considero pergeñan la filosofía emotivista de
la cultura dominante, estas son: la imposibilidad del debate consensuado, la
individualización en las relaciones de los interlocutores sociales y,
finalmente, el totalitarismo tecnocrático como “cosificador” de la sociedad.
Procederé a dirimir estas cuestiones.
Definitivamente
la palabra ha cumplido un rol importantísimo en la construcción de la civilización.
La palabra, implica el lenguaje; es decir, un código, y, generalmente, usamos
el lenguaje para conversar y para dialogar. Habrán reparado en la disyunción
semántica que he enunciado a propósito. El dialogo se
diferencia, etimológicamente, de la charla o la pura tertulia pues
implica una discusión racional para llegar a alguna conclusión específica que
llamaremos verdad, para efectos de ceñirnos a la tradición platónica de la
dialéctica. Nadie niega (al menos yo no) que el dialogo sea una condición sine qua non para preservar la
cordialidad en una sociedad plural; sin embargo el dialogo que se concibe hoy
se ha politizado sórdidamente puesto que se han perdido los códigos de
racionalidad que se necesitaban para llegar una concertación o en su defecto
a una postura tolerante.
Tenemos
a la democracia que se caracteriza por ser la forma de gobierno que enarbola el
dialogo, así que me parece justo considerar esta atribución sin perder mis lineamientos
primigenios ni caer en fruslerías que traicionen los objetivos filosóficos del
presente ensayo.
El
concepto etimológico de democracia como «gobierno del pueblo»ha
traído interpretaciones no tan exactas, pues la categoría pueblo es equívoca.
El pueblo puede ser la mayoría de los ciudadanos o se puede aludir a las
personas que son atendidas injustamente
por la sociedad (recordemos que Rousseau
hablaba de la voluntad general indivisa). Sin embargo, la pregunta que viene a
colación es ¿el pueblo tiene una sola voz? He aquí el carácter plural de la
democracia, como régimen político que forja consensos, pero que también atiende
a los disensos.
En esta sociedad que blande el lenguaje
emotivista como código del dialogo ¿Será posible el consenso? Y más aún ¿el
consenso ético? MacIntyre afirma que el emotivismo es la verdad de la sociedad contemporánea
y que por lo tanto vivimos en desorden
social, moral, total. Es
evidente que no se puede llegar a un acuerdo taxativo (en el plano de la ética)
si no se maneja un solo lenguaje. Frente a ello no queda más que disentir,pues
fingir que los conceptos que intercambiamos son agradables sería abjurar de la
propia noción del significado, pues estos no se pueden calificar como
agradables o desagradables, sino como correctos o incorrectos. Por ello
planteamos, no sin rigorismo filosófico, la superación del pensamiento
consensual por el disenso que es totalmente compatible con la praxis social.
Otra
consecuencia del emotivismo es claramente el individualismo de los
interlocutores sociales, que a continuación procederé a caracterizar, según se
describe en Tras la virtud. A juicio
de MacIntyre los que han monopolizado la moral se han disfrazado y puesto
mascaras de neutralidad, universalidad y objetividad acorde a sus preferencias individuales. El escenario
se distingue por las relaciones sociales de manipulación donde se trata a los
demás como medios (perdiendo la línea teleológica). Los representantes del
emotivismo de la cultura actual son el rico esteta, el gerente burócrata y el
terapeuta.
El
rico esteta que cuenta con el poder adquisitivo de comprar opiniones y de
tratar de manipular el imaginario colectivo a su antojo, puesto, que no tiene
nada productivo que hacer, no tiene una motivación seria e inclusive ha perdido
la dirección y sentido de su vida por el apabullamiento de los medios que
posee. El gerente es aquella persona que es educada para ser exitosa según la
metafísica dominante, tiene un horizonte de bienestar y define la burocracia por
la acción eficaz, reduce su racionalidad a actuar coherentemente con los
valores elegidos; así aparece también como un pacificador de conflictos. Y
finalmente, el terapeuta que ha reemplazado la verdad por la eficacia terapéutica, es una persona neutra acerca del bien o del mal,
tiene prohibido imponer razones morales. No es necesario explicitar que los
principios que rigen a estos representantes de la moralidad son
inconmensurables. Por ello el debate es irresoluble puesto que cada quien tiene
sus propios principios.
Estos
interlocutores sociales han desarrollado su forma
mentis en un estado histórico concreto que recoge varios rasgos, a juicio
de Lipovetsky, la indiferencia, la deserción y el narcisismo que se engloban en
el individualismo, sesgo de la cultura posmoderna que provoca erosión de la identidad (perspectiva
individualista),
control sobre los comportamiento sociales y por ello desestabilización de la
personalidad. En otras palabras, estamos ante una revolución del individualismo.
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