domingo, 4 de noviembre de 2012

La Zeitgeist de la cultura dominante: la crítica de Macintyre al emotivismo (III parte)


La Zeitgeist de la cultura dominante: la crítica de Macintyre al emotivismo (III parte)

Eder Carhuancho
Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima

Como hemos dicho líneas arriba, el emotivismo es una consecuencia de la modernidad; es decir, nos encontramos en una sociedad que es regida por el emotivismo.La cual tiene como cantera la revolución del lenguaje; es decir, la destrucción del lenguaje moral. El nuevo lenguaje moral es insuficiente para una vida correcta. Nuestro lenguaje moral es el producto de  una catástrofe producida por la modernidad. Cómo no hay criterios de racionalidad moral, no hay ninguna norma que me indique que es moral y que no y por tantola racionalidad ha desaparecido. El lenguaje de la irracionalidad es el lenguaje actual de la moral.La época posmoderna asume que no hay criterios de racionalidad puesto que el valor moral no tiene ningún tipo de discusión; así el discurso moral ha desaparecido.

Los lenguajes sociales y morales descansan en una filosofía del emotivismo que promueve los juicios éticos sobre la base de sentimientos personales y preferencias. Así nuestras conversaciones valorativas se han trocado en conflictos de opinión.

El abanderado de la suscrita filosofía emotivista es Charles Stevenson. En Ética y lenguaje, propone dos tipos de lenguajes:

A. Descriptivo: Aquí tenemos preposiciones de tipo Verdaderas y Falsas. Estas proposiciones tienen que ver con el conocimiento de los hechos. Ejemplo: “llueve”

B. Emotivo: No podemos decir que son proposiciones verdaderas o falsas pues describen estados mentales de satisfacción o de insatisfacción. Un valoración moral se traduce por la idea de “a mí me gusta, te sugiero que a ti te guste”.

De acuerdo a esta concepción del lenguaje, el mundo subjetivo se identifica con el emotivismo que converge en la mera opinión, y el mundo objetivo sería el de los hechos que  describe la realidad. Desde el s. XX el choque entre lo objetivo y lo subjetivo ha sido superado por la consigna de que no existen los hechos morales sino las interpretaciones morales de los hechos. Así ya no es relevante discutir sobre la verosimilitud de una afirmación, sino más bien sobre la afabilidad de una expresión que se traduce por afirmar lo políticamente correcto o lo socialmente aceptable argumentando que la objetividad es una utopía y que todo es manipulable.

El lenguaje emotivista, funciona como un instrumento para manipular, o en un término más feliz, para influir. Es curioso que las conjeturas de  Stevenson encuentren un eco concertador en la teoría del significado de Grice; quien sostiene en Las intenciones y el significado del hablante que para que una persona X signifique no naturalmente algo (se entiende con no natural aquello que los hablantes dicen más de lo que dicen literal y convencionalmente), X tiene que tener una tendencia a producir alguna actitud en un público y debe tener una tendencia que se produce mediante esa actitudSin embargo cuando decimos “Juana es una atleta” se significa no naturalmente que Juana es alta. Stevenson dilucida este ejemplo apelando a una permisividad del lenguaje, aludiendo que “los atletas pueden no ser altos” Así,distingue entre lo que se quiere decir y lo que se sugiere. De lo dicho, “Juana es una atleta” no significa que Juana sea alta sino que sugiere que Juana es alta.

He tratado de ejemplificar la teoría emotivista utilizando el lenguaje, que Stevenson llama, descriptivo. Sin embargo mi actitud remisa se consolida cuando el filósofo estadounidense trata de aplicar los mismos cánones del lenguaje descriptivo para el plano de la moralidad.Al decir que los juicios morales expresan sentimientos o actitudes de aprobación o desaprobación identifica las expresiones de preferencia personal con las expresiones valorativas, en este sentido, al expresar, nosotros, nuestros sentimientos no estaríamos haciendo otra cosa que influir en el sentir de los demás, rescindiendo la impronta kantiana de que si no se le puede dar a una persona razones para actuar la estoy manipulando.

Cuando valoro emotivamente un hecho acontece que aprehendo la esencia de la acción y la juzgo como justa y respetable si se encuentra en armonía perfecta con mis emociones de simpatía; y, por lo contrario si descubro que  no coinciden con mis sentimientos personales, necesariamente habrán de parecerme injustas,  impropias e inadecuadas por los motivos que la mueven. Aquella trivial fabula, tal vez pueda ilustrar indulgentemente aquello; donde un asno, un padre y su hijo viajaban por un pueblo, que en la medida de la conmiseración de sus habitantes calificaban de necio que no utilicen el asno para hacer menos pesado el viaje; o de descaro que el padre monte sobre el animal y el pobre niño camine; y de insolencia que el muchacho no de preferencia  a su padre ya anciano.

Hasta aquí he tratado de esbozar a grosso modo el estigma emotivista que circunda la época vigente, que como ya he dicho en las líneas precedentes es resultado de una cultura (no en el sentido ilustrado) dominante, que ha homogeneizado las costumbres y eliminado su conciencia histórica perdiendo  rigurosidad en los temas éticos. De aquí en adelante me abocaré a ventilar  la zeitgeist de nuestra hegemónica cultura tratando, al final, de proponer una suerte de bastión para la ética contemporánea que se funda en el telos aristotélico. Todo ello a la luz deMacIntyre.

Hay tres corolarios sintomáticos que considero pergeñan la filosofía emotivista de la cultura dominante, estas son: la imposibilidad del debate consensuado, la individualización en las relaciones de los interlocutores sociales y, finalmente, el totalitarismo tecnocrático como “cosificador” de la sociedad. Procederé a dirimir estas cuestiones.

Definitivamente la palabra ha cumplido un rol importantísimo en la construcción de la civilización. La palabra, implica el lenguaje; es decir, un código, y, generalmente, usamos el lenguaje para conversar y para dialogar. Habrán reparado en la disyunción semántica que he enunciado a propósito. El dialogo  se  diferencia, etimológicamente, de la charla o la pura tertulia pues implica una discusión racional para llegar a alguna conclusión específica que llamaremos verdad, para efectos de ceñirnos a la tradición platónica de la dialéctica. Nadie niega (al menos yo no) que el dialogo sea una condición sine qua non para preservar la cordialidad en una sociedad plural; sin embargo el dialogo que se concibe hoy se ha politizado sórdidamente puesto que se han perdido los códigos de racionalidad que se necesitaban para llegar una concertación o en su defecto a  una postura tolerante.

Tenemos a la democracia que se caracteriza por ser la forma de gobierno que enarbola el dialogo, así que me parece justo considerar esta  atribución sin perder mis lineamientos primigenios ni caer en fruslerías que traicionen los objetivos filosóficos del presente ensayo.

El concepto etimológico de democracia como «gobierno del pueblo»ha traído interpretaciones no tan exactas, pues la categoría pueblo es equívoca. El pueblo puede ser la mayoría de los ciudadanos o se puede aludir a las personas que  son atendidas injustamente por la sociedad (recordemos que  Rousseau hablaba de la voluntad general indivisa). Sin embargo, la pregunta que viene a colación es ¿el pueblo tiene una sola voz? He aquí el carácter plural de la democracia, como régimen político que forja consensos, pero que también atiende a los disensos.

En esta sociedad que blande el lenguaje emotivista como código del dialogo ¿Será posible el consenso? Y más aún ¿el consenso ético? MacIntyre afirma que el emotivismo es la verdad de la sociedad contemporánea y que por lo tanto vivimos en  desorden social, moral, total. Es evidente que no se puede llegar a un acuerdo taxativo (en el plano de la ética) si no se maneja un solo lenguaje. Frente a ello no queda más que disentir,pues fingir que los conceptos que intercambiamos son agradables sería abjurar de la propia noción del significado, pues estos no se pueden calificar como agradables o desagradables, sino como correctos o incorrectos. Por ello planteamos, no sin rigorismo filosófico, la superación del pensamiento consensual por el disenso que es totalmente compatible con la praxis social.

Otra consecuencia del emotivismo es claramente el individualismo de los interlocutores sociales, que a continuación procederé a caracterizar, según se describe en Tras la virtud. A juicio de MacIntyre los que han monopolizado la moral se han disfrazado y puesto mascaras de neutralidad, universalidad y objetividad acorde a  sus preferencias individuales. El escenario se distingue por las relaciones sociales de manipulación donde se trata a los demás como medios (perdiendo la línea teleológica). Los representantes del emotivismo de la cultura actual son el rico esteta, el gerente burócrata y el terapeuta.

El rico esteta que cuenta con el poder adquisitivo de comprar opiniones y de tratar de manipular el imaginario colectivo a su antojo, puesto, que no tiene nada productivo que hacer, no tiene una motivación seria e inclusive ha perdido la dirección y sentido de su vida por el apabullamiento de los medios que posee. El gerente es aquella persona que es educada para ser exitosa según la metafísica dominante, tiene un horizonte de bienestar y define la burocracia por la acción eficaz, reduce su racionalidad a actuar coherentemente con los valores elegidos; así aparece también como un pacificador de conflictos. Y finalmente, el terapeuta que ha reemplazado la verdad por la eficacia terapéutica,  es una persona neutra acerca del bien o del mal, tiene prohibido imponer razones morales. No es necesario explicitar que los principios que rigen a estos representantes de la moralidad son inconmensurables. Por ello el debate es irresoluble puesto que cada quien tiene sus propios principios.

Estos interlocutores sociales han desarrollado su forma mentis en un estado histórico concreto que recoge varios rasgos, a juicio de Lipovetsky, la indiferencia, la deserción y el narcisismo que se engloban en el individualismo, sesgo de la cultura posmoderna que provoca  erosión de la identidad (perspectiva individualista), control sobre los comportamiento sociales y por ello desestabilización de la personalidad. En otras palabras, estamos ante una revolución del individualismo.



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