La Zeitgeist
de la cultura dominante: la crítica de Macintyre al emotivismo (II Parte)
Eder
Carhuancho
Facultad
de Teología Pontificia y Civil de Lima
Como
hemos dicho líneas arriba, el emotivismo es una consecuencia de la modernidad;
es decir, nos encontramos en una sociedad que es regida por el emotivismo. La
cual tiene como cantera la revolución del lenguaje; es decir, la destrucción
del lenguaje moral. El
nuevo lenguaje moral es insuficiente para una vida correcta. Nuestro lenguaje
moral es el producto de una catástrofe
producida por la modernidad. Cómo no hay criterios de racionalidad moral, no
hay ninguna norma que me indique que es moral y que no y por tanto la
racionalidad ha desaparecido.
El
lenguaje de la irracionalidad es el lenguaje actual de la moral. La época
posmoderna asume que no hay criterios de racionalidad puesto que el valor moral
no tiene ningún tipo de discusión; así el discurso moral ha desaparecido. Los lenguajes
sociales y morales descansan en una filosofía del emotivismo que promueve los
juicios éticos sobre la base de sentimientos personales y preferencias. Así
nuestras conversaciones valorativas se han trocado en conflictos de opinión.
El
abanderado de la suscrita filosofía emotivista es Ch. L. Stevenson. En Ética y lenguaje, propone dos tipos de
lenguajes: Descriptivo: Aquí tenemos preposiciones de tipo Verdaderas y Falsas.
Estas proposiciones tienen que ver con el conocimiento de los hechos. Ejemplo:
“llueve”. Emotivo: No podemos decir que son proposiciones verdaderas o falsas
pues describen estados mentales de satisfacción o de insatisfacción. Un
valoración moral se traduce por la idea de “a mí me gusta, te sugiero que a ti
te guste”.
De
acuerdo a esta concepción del lenguaje, el mundo subjetivo se identifica con el
emotivismo que converge en la mera opinión, y el mundo objetivo sería el de los
hechos que describe la realidad. Desde
el s. XX el choque entre lo objetivo y lo subjetivo ha sido superado por la
consigna de que no existen los hechos morales sino las interpretaciones morales
de los hechos. Así ya no es relevante discutir sobre la verosimilitud de una afirmación,
sino más bien sobre la afabilidad de una expresión que se traduce por afirmar
lo políticamente correcto o lo socialmente aceptable argumentando que la
objetividad es una utopía y que todo es manipulable.
El
lenguaje emotivista, funciona como un instrumento para manipular, o en un
término más feliz, para influir. Es curioso que las conjeturas de Stevenson encuentren un eco concertador en la
teoría del significado de Grice, quien sostiene en Las intenciones y el significado del hablante que, para que una
persona X signifique no naturalmente
algo (se entiende con no natural aquello que los hablantes dicen más de lo que
dicen literal y convencionalmente), X
tiene que tener una tendencia a producir alguna actitud en un público y debe
tener una tendencia que se produce mediante esa actitud. Sin embargo cuando
decimos “Juana es una atleta” se significa no naturalmente que Juana es alta.
Stevenson dilucida este ejemplo apelando a una permisividad del lenguaje,
aludiendo que “los atletas pueden no ser altos” Así distingue entre lo que se
quiere decir y lo que se sugiere. De lo dicho, “Juana es una atleta” no
significa que Juana sea alta sino que sugiere que Juana es alta.
He
tratado de ejemplificar la teoría emotivista utilizando el lenguaje, que
Stevenson llama, descriptivo. Sin embargo mi actitud remisa se consolida cuando
el filósofo estadounidense trata de aplicar los mismos cánones del lenguaje
descriptivo para el plano de la moralidad. Al decir que los juicios morales
expresan sentimientos o actitudes de aprobación o desaprobación identifica las
expresiones de preferencia personal con las expresiones valorativas, en este
sentido, al expresar, nosotros, nuestros sentimientos no estaríamos haciendo
otra cosa que influir en el sentir de los demás, rescindiendo la impronta
kantiana de que si no se le puede dar a una persona razones para actuar la
estoy manipulando.
Cuando
valoro emotivamente un hecho acontece que aprehendo la esencia de la acción y
la juzgo como justa y respetable si se encuentra en armonía perfecta con mis
emociones de simpatía; y, por lo contrario si descubro que no coinciden con mis sentimientos personales,
necesariamente habrán de parecerme injustas,
impropias e inadecuadas por los motivos que la mueven. Aquella trivial fabula,
tal vez pueda ilustrar indulgentemente aquello; donde un asno, un padre y su
hijo viajaban por un pueblo, que en la medida de la conmiseración de sus
habitantes calificaban de necio que no utilicen el asno para hacer menos pesado
el viaje; o de descaro que el padre monte sobre el animal y el pobre niño
camine; y de insolencia que el muchacho no de preferencia a su padre ya anciano.
Hasta
aquí he tratado de esbozar a grosso modo el estigma emotivista que circunda la
época vigente, que como ya he dicho en las líneas precedentes es resultado de
una cultura (no en el sentido ilustrado) dominante, que ha homogeneizado las
costumbres y eliminado su conciencia histórica perdiendo rigurosidad en los temas éticos. De aquí en
adelante me abocaré a ventilar la zeitgeist de nuestra hegemónica cultura
tratando, al final, de proponer una suerte de bastión para la ética
contemporánea que se funda en el telos
aristotélico. Todo ello a la luz de MacIntyre.
Hay
tres corolarios sintomáticos que considero pergeñan la filosofía emotivista de
la cultura dominante, estas son: la imposibilidad del debate consensuado, la
individualización en las relaciones de los interlocutores sociales y,
finalmente, el totalitarismo tecnocrático como “cosificador” de la sociedad.
Procederé a dirimir estas cuestiones.
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