domingo, 29 de agosto de 2010

Vattimo y lo sagrado



Vattimo y lo sagrado
Daniel Mariano Leiro
Universidad de Buenos Aires


Antes de la publicación de Creer que se cree, un curioso libro dentro de la producción de Vattimo donde, como él mismo reconoce, se inaugura un estilo novedoso de ensayo filosófico en su obra, el pensador de Turín no se había percatado hasta que punto su preferencia por una lectura débil de Nietzsche y Heidegger, desde la cual se busca dejar hablar a lo que acontece en nuestro tiempo, podía depender de una fuerte motivación ética que no se alcanza a percibir sin el peso determinante de la herencia cristiana, donde resuena una caritativa vocación de rechazo de la violencia. Esa vocación es lo único que en la espiritualización del relato bíblico de salvación que el filósofo de Turín propone, no puede ser alcanzado por la secularización, pues no se trata de un enunciado experimental, lógico o metafísico que pueda ser desmitificado de algún modo, sino más bien de una apelación práctica al amor.

La idea de secularización entendida como un proceso de “deriva” que busca desligar la civilización laica moderna de sus orígenes sagrados, no se encuentra solamente condicionada por aquello que en un sentido reactivo pretende negar. En la secularización continúa actuando productivamente la herencia cristiana a través de su vocación del debilitamiento de la que, en cierto modo, ha buscado dar cuenta una filosofía de orientación heideggeriana. Vattimo la encuentra expresada en la doctrina de la Kénosis, señalando el comienzo de la historia de salvación con la disminución del dios trascendente en la historicidad de lo humano, que culmina de un modo paradójico, con el anuncio nietzscheano de la “muerte de Dios”. En efecto, si la secularización puede ser entendida como una progresiva disolución de la sacralización naturalista y, en definitiva, como un largo adiós de todas las estructuras silenciantes de autoridad, es porque en ella resuena todavía la herencia de la revelación hebreo-cristiana a la que la ontología del declinar – uniendo el nihilismo nietzscheano a lo que Heidegger llamaba el final de la metafísica- trata de responder, en un plano filosófico, proponiendo la más convincente interpretación que se pueda dar al sentido del proceso en el cual nos encontramos arrojados. Paradójicamente, en el final de la modernidad, la secularización promueve el retorno crítico de las tradiciones y piedades religiosas. Y esa es una de las mejores enseñanzas que el filósofo de Turín ha logrado extraer del anuncio nietzscheano de la muerte de Dios, que no pretende ser la prueba conclusiva de ninguna profesión de ateismo, sino más bien, de la falta de razones filosóficas para justificarlo, lo cual nos hace libres para escuchar de nuevo la palabra de Dios.

Al igual que el anuncio nietzscheano de la muerte de dios que relata un suceso en cual creemos sin haberlo visto, el dios reencontrado en la posmodernidad posmetafísica, donde se sabe que no es posible hablar más que en términos metafóricos, es también el dios del Libro que no existe fuera del anuncio de salvación abierto a la constante reinterpretación de la comunidad de los creyentes. Precisamente porque se da al interior de un acto interpretativo, el Dios trascendente puede reducir su violencia originaria. Y en esta secularización se alcanza a percibir que en la pietas por lo transmitido, la religión perdura, señalando tal vez la única actitud ética que puede todavía salvarnos en un mundo que ha perdido el sentido: el amor respetuoso hacia el otro. Efectivamente, un pensamiento de la proveniencia como el de Vattimo guiado por este sentimiento religioso secularizado, no puede sino expresarse en una filosofía siempre dispuesta al encuentro con la “alteridad” y a dejarse alterar por ella, lo cual exige desarrollar una capacidad de escucha más atenta de la voz del otro ante el cual somos responsables. Ese es también el talante con el que el pensamiento débil pretende heredar, despojado de todo dogmatismo, el imperativo kantiano que ordena considerar a la humanidad siempre como un fin en sí mismo, nunca sólo como un medio. En un mundo posmetafísico como el nuestro, quizás ese “deber” hacia los otros tenga más sentido y vigencia que todos los intentos de justificación de la moralidad que se ha propuesto sostenerla mediante rigurosos procedimientos de universalizabilidad de las acciones. Hoy, en cambio, la posición debolista nos permite definir de un modo más convincente esa necesidad de “moralidad” a partir de una caritativa llamada al cuidado del otro. Pero ese respecto no puede derivarse como muchas éticas actuales lo pretenden, del reconocimiento de la dignidad que confiere el hecho de portar una misma razón universal, sino de la asunción hasta sus últimas consecuencias, de que aquello que nos iguala, es la finitud que nos aproxima alejándonos al mismo tiempo, porque nos impide superar el resto de opacidad (alteridad) que subsiste en cada uno de nosotros.

Por otra parte, esta recuperación del cristianismo permite al último Vattimo pensar en una alteridad que ya no se da más bajo la violenta mascara de un dios trascendente. Y si cabe hablar de una alteridad con mayúscula en la filosofía de Vattimo, ese Otro no puede ser sino el mismo Ser que se da como lo otro del ente en la diferencia ontológica, y del cual sólo podemos recordar habernos olvidado. ¿Acaso podríamos llamarlo Dios o, quizás mejor lo divino como en cierto modo lo sugiere unas de las posibles e implícitas lecturas del título de la autobiografía del filósofo italiano9, a condición de entenderlo también en su radical diferencia como lo otro del ente?. Pues como concluía el pastor luterano Dietrich Bonhoeffer, “un dios que existe, no existe”. En todo caso, ese Otro (no trascendente) no es sino el que se manifiesta como lo indisponible que se sustrae en cada envío, dejando que lo que adviene a la presencia, sea.

Por otra parte, es justamente la herencia del cristianismo entendida como historia de salvación, lo que permite a Vattimo esperar el advenir de ese Otro indisponible, el acontecer del ser, no como una irrupción absolutamente desconocida e irreconocible que puede pasar inadvertida, si pensamos en el modo como Derrida presenta la llegada del acontecimiento. Para éste último, lo Otro indominable es una alteridad singular, que irrumpe siempre de improviso, cada vez como si fuera la primera vez, abriendo una herida en el normal curso de la historia que desajusta el orden del tiempo, la sucesión lineal de los ahora. Frente a ese estado de incertidumbre en el que parece dejarnos sumidos la deconstrucción con su cuasi-trascendentalismo kantiano sin historia, la hermenéutica nihilista, en la medida que se asume como una ontología historicista, pretende disponer de modelos que sirvan para anticipar lo que ha de venir, sin necesidad de identificarlo sin más con un visitante intempestivo que traspasa las fronteras y puede pasar inadvertido, cuando menos se lo espera.

Vattimo encuentra un peligro en la apertura absolutamente indeterminada al porvenir de Derrida, pues si se abandona toda referencia a la historia, a una historia como la del cristianismo entendida en términos secularizados como historia de salvación, reducción de la violencia, el mesianismo sin mesianismo de la deconstrucción parece perderse en un vago “decir Viens a alguien que no sabemos en absoluto quién puede ser”. Y así en esa irrestricta hospitalidad hacia lo Otro de la deconstrucción, sería difícil decidir si un nefasto régimen como el Tercer Reich, no podría a su vez, confundirse con la radicalidad que el filósofo franco-argelino reclamaba al acontecimiento.

Intentando interpretar a Vattimo desde el fondo mismo de su pensamiento, cabría pensar en la objeción que se interroga por la posibilidad de que el evento pueda traer consigo lo peor, que lo otro de la situación actual capaz de inaugurar una novedad en la historia, no puede provenir jamás de una repetición de lo presente (y menos aún darse bajo la forma de un retorno a la barbarie que pertenece a lo ya acontecido), pues si todavía cabe esperar la venida de un auténtico acontecimiento que pueda sacar a Occidente de su recaída en el nihilismo reactivo, ese evento no podrá sino situarse en el cumplimiento de la promesa de caridad de la que nos hablaba Joaquín da Fiore. ¿Acaso será también el cumplimento de este anuncio que se identifica con la reducción de la violencia y el “reino de la libertad”, el futuro de la religión expresado en el lenguaje de la secularización? Lo cierto es que esa lectura del cristianismo nos ofrece quizás la única posibilidad de reconocer los signos de la nueva apertura que nos permita sobrevivir en un mundo que ha perdido el sentido.

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