domingo, 14 de marzo de 2010

La España teñida y la tauromaquia

Excepcionalmente, La Coalición se toma el permiso de reproducir esta refutación de un artículo contra la tauromaquia de Jesús Mosterín.


La España teñida y la tauromaquia

(comentario a Jesús Mosterín en El País, 11/03/2010)

Víctor Samuel Rivera
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía



Aquí no tomamos el adjetivo “teñido” en su sentido cromático habitual (y mucho menos en sentido racial alguno), sino en el significado peyorativo con que nos referimos a quien aparenta una belleza en el cabello que es producto de la alienación psicológica. En ese sentido decimos: “el pelo de ese viejito no es negro: ¡es teñido!”, “ésa es una rubia al pomo” (teñida: de plástico, artificial, de claro tono acomplejado y de vergüenza, propia y ajena), con el triste fondillo semántico del reproche a una hondísima falta de autoestima y un desprecio de sí mismo que, en casos extremados, sugieren recomendar apoyo profesional. Nos referimos al compendio de una de las más tenebrosas tradiciones españolas que ha creado la Ilustración desde el trágico ingreso en el Reino de los modernos Borbones: el complejo de que la cultura y la tradición milenaria española debe subsumirse a los parámetros valorativos de la recentísima cultura dominante en el orbe occidental, la de moda en orden al control político del mundo: primero la Francia genocida de Robespierre, hoy la Anglosajonia bombardeadora de Tony, Georges, Obama y Bill, la Anglosajonia del pensamiento único y lo políticamente correcto. En esa tradición, España encontrará su sino cuando se mire al espejo y vea, finalmente, a Inglaterra o, mejor, cuando se vea exitosa en el espejo inmigrante en la Florida.



La inmensa mayoría de la gente opina que la tortura pública de los toros es una salvajada injustificable


La única moraleja es metodológica. La mayoría no es el criterio de la verdad




El connotado neopositivista profesor Jesús Mosterín ha escrito recientemente en un diario inglés llamado El País un artículo antiespañol, (¿o será un artículo inglés en un diario español?: el país es el mismo). Ejemplo de los que suelen salir de las canteras ideológicas de la prensa “progresista” hispana. Para esa prensa el problema central del hombre no es la destrucción planetaria por la dinámica de la civilización industrial, la violencia militar de la autotitulada “madre de las democracias” (y sus hijos, uno de ellos el ex Presidente Aznar), la migración, la crueldad sañuda de las corporaciones que trafican entre los pobres del planeta con alimentos o medicinas, sino (sujétese la brida:) ¡el Cristianismo! sin el cual, al fin, libre de preservativos, el calentamiento global y el capitalismo salvaje podrán anglocompletar el monopolio del control financiero de la aldea global. ¡Qué raro suena este lenguaje de la década pasada!, pero Mosterín redacta nostálgico, como su España, desde esa década: la década favorita de los liberales, su década dorada. Pero el siglo del que sale Mosterín nos confunde: ¿será la década de 1990? ¿de 1890? ¿de 1790?. Y es que lo rubio es irresistible. Es así que, con 50% neto de desempleo juvenil, con una economía colapsada y un giro político de su líder en contra de los países emergentes que son la esperanza de América Latina, la rubia España de Mosterín escribe a través de su profeta: "La única moraleja es metodológica. La tradición no justifica nada". Para cuestionar una de las prácticas más decisivas del carácter y la identidad cultural iberoamericanas, la tauromaquia, apunta correctamente el casi solitario cientificista sobreviviente del siglo XIX: el problema central acerca de juzgar el carácter cultural de la tauromaquia, que es la naturaleza de la tradición y la verdad. Pero señor Mosterín: justamente de ese problema, que es de índole conceptual, es que se deriva la falsedad de todo lo que usted ha escrito.



Entre 1890, que es el momento de apogeo del positivismo y 2010, ha habido un innegable proceso filosófico que, con poco éxito para rebatir la tauromaquia, lo ha tenido grande en cambio para destruir “La única moraleja metodológica” que extrae anglicano el profesor Mosterín de la voz de las mayorías. Mosterían podría haber leído Verdad y Método de Hans Georg Gadamer, o Ser y Tiempo de Martin Heidegger, o las Investigaciones Filosóficas de Ludwig Wittgenstein, o la Estructura de las Revoluciones Científicas de T. S. Kuhn; podría, por ahorrarse el tiempo, y ya que le es más afín en su ideología (de cuya cuña inglesa me ocupo en un segundo), simplemente haberse limitado a leer a la teoría falsacionista Sir Karl Popper. Pero Mosterín, cuando se trata de la naturaleza del pensar, del sentido de la verdad o de los alcances de la metodología para la vida humana, prefiere no a los filósofos, que escriben mucho y complejo, que fatigan la mente con razonamientos y atormentan la memoria, sino a las mayorías, que no escriben, ni piensan ni razonan, o lo hacen a través suyo, un método autista, sin duda, un método que ayuda mucho a que quienes se ven rubios al espejo luego del tinte digan “sí” con una sonrisa científica, ahora con el respaldo de la majestad innegable de los productos de belleza anglosajones que importa el país.



La tradición, esto es, las prácticas y creencias de las comunidades humanas son, en principio, el punto de partida de la verdad. Decía Aristóteles: “el punto de partida es lo que está dado de antemano”. Y lo de antemano se avala por su persistencia en el tiempo, esto es, se avala históricamente. Por supuesto que las cosas pueden cambiar, pero hay dos fórmulas para el cambio, la correcta y la de Mosterín. La una es la del razonable: se ampara en la continuidad misma de las prácticas y las creencias sociales, cuyos efectos generan el horizonte de lo que nos significa el sentido regular de las cosas. El cambio viene allí del balance de una serie de consensos que permiten la estabilidad de las prácticas y las instituciones sociales mismas. La segunda fórmula es la del dogmático, la propugnada por el fanatismo. El positivista, el científico, el moralista moderno, se coloca más allá y por encima de las prácticas y las valoraciones de los demás, lo que hace siempreel liberal. Podría limitarse a cuestionar, para lo que requeriría argumentaciones y un trabajo que no conocemos en el señor Mosterín. Entonces el positivista, el científico, etc. actúa con señorío con la verdad “verdadera” en la mano. Ésta segunda fórmula la reconocemos en la violencia, en el atentado, cultural, militar o periodístico contra quienes, ya que no iluminados con la verdad verdadera, pasan de meros hombres de la calle que va a la feria de San Isidro, o la de Acho, o la de Cartagena, en unos criminales a quienes hay que bombardear para que se vuelvan "correctos", como lo es el señor Mosterín. Es la violencia que España alguna vez propinó a Irak no hace mucho en nombre de la democracia. Estaba de antemano no el interés, las creencias o las prácticas humanas de los iraquíes, sino la verdad verdadera de quienes los invadieron para aniquilarlos. La primera salvajada que conozco es la intolerancia, y esa salvajada es la más salvaje de todas las que la historia de la filosofía del siglo XX se ha ocupado de denunciar en el positivismo. Pero claro, la mayoría no lee filosofía, sino que lee los periódicos ingleses. Y es la mayoría la que manda, ¿no señor Mosterín?

Se impone revisar brevemente el resto de lo que argumenta el señor Mosterín. Indica que los ingleses (o sea los rubios capitalistas de la amada isla del espejo) suprimieron las corridas de toros en el siglo XVIII. Una argumentación históricamente paradójica. Lo que quiso decir es que la muerte pública de las vacas fue suprimida en Inglaterra y que se comenzó a torturarlas y matarlas en privado. Pero hay que ser muy desconocedor de la cultura europea para creer que los ingleses practicaban las fiestas de toros como en la península española, Cataluña y América Latina. Me pregunto si "la mayoría" de la gente española que lee El País tiene una idea tan extraña de la historia de las costumbres europeas; de ser así, la España liberal, desempleada y quebrada de hoy es también una España inculta, que necesita ir al colegio.

Escribe el profeta español del siglo XIX: “Siempre resulta sospechoso que una práctica aborrecida en casi todo el mundo sea defendida en unos pocos países con el único argumento de ser tradicional en ellos”, con una referencia insultante a México y Colombia, que quedan como países bárbaros ante los cultos y refinados españoles que son sus lectores. ¿Qué lógica anglia, señor Mosterín? En Inglaterra desaprobarían su razonamiento. Las tres cuartas partes de la humanidad son ajenas al conflicto que usted señala, y es natural que defiendan sus costumbres quienes las tienen, y que no las comprendan los que no las tienen. Como anécdota añade el solitario cientificista: “Otros países más suaves de Latinoamérica, como Chile, Argentina o Brasil, hace tiempo que las abolieron”. Claro, señor Watson. México, Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela eran países poblados y civilizados antes de que la revolución los desintegrara de España. Aquí se hacía versos en griego y se compraba cuadros de Rembrandt. Argentina y Chile eran bien diferentes, eran países despoblados o plazas militares y fueron ocupados después por inmigrantes de origen cultural no español. En algún sentido, pues, estaban mucho menos incorporados a España o Portugal y, mal que bien, no eran países civilizados antes del siglo XIX. “La única moraleja es metodológica: la tradición no justifica nada”, insiste terco el profeta de Inglaterra.

“Los españoles no tenemos un gen de la crueldad del que carezcan los ingleses; la diferencia es cultural” –dice con sabiduría Mosterín- “En España siguen celebrándose encierros y corridas de toros, pero no en Inglaterra”. Y mirad la explicación, españoles: “pues los ingleses pasaron por el proceso de racionalización de las ideas y suavización de las costumbres conocido como la Ilustración”. ¿Y España no? ¿Qué es el diario El País sino la Ilustración misma por escrito? ¿No es la quiebra económica española la Ilustración liberal?, ¿o es que la produjo el feudalismo? ¿La produjo el cristianismo, los preservativos o el Papa? ¿No la produjo la concepción anglosajona del liberalismo que preside la vida española desde hace 20 años? Pero escribe Mosterín, el cientificista.

Mosterín insiste: “la tradición no es justificación de nada”, o sea, vuelve a lo que sabemos que es falso, a saber, a negar el principio básico de la filosofía de la ciencia y la hermenéutica contemporánea (o sea, la filosofía vigente): que la tradición lo es todo, pues es el punto de vista fundamental para la comprensión y el sentido de la vida humana. Existe una excepción, pregonada infaustamente también por filósofos anglosajones, que lloran por las ballenas, pero condenan a muerte por estoque a los bebés no nacidos: que uno crea que los animales y nosotros somos iguales, como sospecho piensa Mosterín. En este caso habría que tratar de “tortura” y de “animales inocentes” a los que con toda certeza debe almorzarse cada tarde de parrilla el autor en algún restaurante de cheffs ingleses. Liquidar vacas no sería “inhumano”, sino “inanimal”, algo que las vacas mismas no creo suscribirían si tuvieran inteligencia y sin duda rechazarían todos los animales cuya forma de vida natural es depredar a otros, como consta han hecho los ingleses allí donde sus armas los han llevado. Y los leones no serían animales carnívoros, sino psicópatas. Pero Mosterín vuelve a la carga.



Ecribe Mosterín, esta vez apelando al sentimiento: "Cuando, en el Parlamento de Cataluña, Jorge Wagensberg mostraba uno a uno los instrumentos de tortura de la tauromaquia, desde la divisa hasta el estoque, pasando por la garrocha del picador y las banderillas, y preguntaba: "¿Cree usted que esto no duele?", un escalofrío recorría el espinazo de los asistentes". Obvio, pero, ¿qué clase de argumentación es esa? De lo anterior se deduce que los ingleses son unos desgraciados, ya que comen muchísima carne. El autor, a través de una falacia de autoridad, nos exhorta a leer –cito- “al gran jurista y filósofo liberal Jeremy Bentham” (o sea, al padre del liberalismo salvaje) que “señalaba que la pregunta éticamente relevante no es si pueden hablar o pensar (los toros), sino si pueden sufrir”. Pero en esto vuelve a las andadas inglesas: también sufren los animales que los antitaurinos se almuerzan en las fondas, y a las que –hasta donde yo conozco- los ingleses no han renunciado. Si el argumento de fondo del pensamiento de las mayorías fuera el que se cita de Bentham, entonces Bentham, como autoridad, califica tanto como cualquiera, y en la hipótesis anglosajona de que somos lo mismo que los animales, como la de cualquiera de nuestros semejantes. Y tal vez eso quiso decir el señor Mosterín, en cuyo caso sabemos ya qué recomendarle.

Y es que, para terminar, señores de España, si es irracional, es pensamiento único: la imposición del pensamiento anglosajón del adecuadamente citado materialista Jeremías Bentham como la corrección global. Abortar niños, o que los niños tengan dos padres, en lugar de uno solo, es cosa que la ley española decide sin consultar gran cosa a la mayoría de la raza humana; ahora el profesor Mosterín solicita que las vacas, las vacas que van a ser almorzadas de todas maneras, mueran de manera científica, como científica es la vida de los pobres animales que en granjas garantizan nuestro sustento. Pero el pensamiento único, que es también un pensamiento cientificista, nos conduce a la más increíble de las salvajadas, a arrear a los hombres a la pérdida del sentido, de la identidad y de la historia. Nos lleva a renunciar, no por la razón, sino por la fuerza de la violencia, al mundo cultural que hemos construido a través de los siglos, ¿a cambio de qué, señor Mosterín?, ¿del cientificismo del siglo XIX? No, no se diga lo que la mayoría no piensa. Será a cambio de lo que está detrás de todo aquí: de la idea de que la cultura y los valores de Anglosajonia, la bombardeadora, son intrínsecamente superiores a la identidad española, y latina; que la rubia Albión es nuestro progreso, nuestro adelanto y nuestra superación. Que son la imagen especular para la cual, España que alguna vez grande fuiste, el tinte rubio nos viene de jota y desempleo.

Caetera desiderantur…

5 comentarios:

Dick Tonsmann dijo...

De esto no se deduce que la turomaquía no sea en absoluto criticable. Sino que la forma de criticar de Mosterín es absolutamente contradictoria y contraproducente.

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Víctor Samuel Rivera dijo...

Estimado Dick;

No quise decir en absoluto que la tauromaquia no pueda ser criticada, como lo puede ser cualquier práctica cuya fuente sea la tradición; esta afirmación vale para las actividades simbólicas en general, como la religión o las representaciones sociales externas. Pero sin duda, hay que ser bastante cuidadoso cuando, siendo uno mismo filósofo -cualidad que no le he negado a Mosterín- critica algo de la naturaleza de la tauromaquia con las herramientas de la más excecrable charlatanería periodística.

Recuerda, Dick, que esta misma charlatanería inglesa se usa, con los mismos argumentos, con el mismo énfasis, con la misma megalomanía e intransigencia jacobinas, no para "salvar" del sacrificio a pobres animales que nos vamos a comer de todos modos, sino para defender como un "derecho" el disponer de la vida de niños no nacidos y otros seres humanos indefensos que las sociedades liberales no desean mantener,

¡Tan vital resulta para los liberales los dos principios básicos de sus peroratas: el placer y el dinero!

Un abrazo.

VSR

Baldomero Cáceres dijo...

Lo he pasado a una lista de correos nutrida. Enhorabuena

!Mis coincidencia y aprecio para tí!

miguel angel dijo...

Tienes toda la razón. Me ha gustado mucho (si exceptuamos lo que dices de la guerra de Irak y ese estereotipo recurrente que usas de los liberales como "los que no están dispuestos argumentar", cuando se trata justamente de lo contrario...). Mosterín es una especie de cavernícola previo a la Logik der Forschung popperiana que, al cabo, tiene cierto interés paleontológico, para que sepamos de qué iba la cosa en ciertos círculos (de Viena) antes de que se pusieran ciertos puntos sobre las íes.

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